lunes, 20 de octubre de 2008

La colita.



Había sido un día largo y pesado, era viernes a última hora de la tarde, llevaba muchas horas viendo pacientes y estaba cansado. La última de las personas que estaba citada se retrasaba y eso acentuó mis ganas de terminar de una vez la jornada. La esperaría, no había otro remedio. Según la lista de exploraciones era una paciente muy mayor y las causas de su retraso, en el peor de los casos era que ya no necesitara el examen y en el mejor que se debiera a la edad. Fue ese el motivo de su tardanza.
Tenía muchos años, tantos como los refajos que la cubrían. Haga calor o frío hay personas que siempre llevan la misma cantidad de ropa y sospecho que algunas no se la quitan nunca. Tenía que hacerle una ecografía transvaginal por una revisión ginecológica de rutina y la auxiliar le indicó la ropa que debía quitarse y lo que debía hacer después.
Cuando la anciana salió del vestuario, se había quitado la ropa interior como le habían dicho pero conservaba un cuidado liguero de raso en color salmón con el que sujetaba unas medias tan antiguas como ella. Aquella pieza era algo anacrónica y creo que le habrían dado una fortuna por él en un anticuario textil.
Mientras se dirigía a la camilla me miró con desconfianza a pesar de la cara de póquer que suelo poner delante de los pacientes con la que intento ocultar mis impresiones.
La anciana subió a la camilla y la auxiliar le ayudó a colocar sus piernas en posición ginecológica. Notaba que su desazón iba en aumento y para romper el hielo le pregunté sobre la razón por la que su ginecólogo le había pedido el examen, mientras preparaba el transductor con el que la examinaría a continuación. Abrió los ojos cuando observó aquel cacharro y con un gracioso acento del sur me dijo.
- Ohito con lo que me pone ahí doctor, que por ese bujerillo hase mah de cuarenta año que no ha entrao ni una colita de gamba.
La auxiliar y yo nos miramos intentando contener la sonrisa que nos provocó el comentario, pero somos unos profesionales.

lunes, 13 de octubre de 2008

Desde San Juan de Gaztelugatxe.

Catálogo de soledades.

Tendí mi soledad en el alféizar de la ventana. Un poco de sol le vendría bien. Necesitaba aventarla. Había estado sin aflorar durante tanto tiempo que estaba adquiriendo un aroma rancio y un color desvaído. Al fin y al cabo era mi soledad y había que cuidarla no fuera a enquistarse como un grano o se transformara en un tumor inoperable.
Hay soledades muy suyas que asoman cuando más tranquilo estás. Son las soledades traicioneras. Si no se miman te pueden amargar durante muchos días.
La soledad es un activo poco apreciado, debe ser porque abunda. Pero no hay que confundirse, abunda la soledad en general pero cada uno tiene la suya, personal e intransferible a pesar de que alguna vez alguien intente traspasarte la suya. Debido a que hay tanta existen incluso mercados de soledad en el que algunos incautos la exponen sin decoro intentando atraer al personal. Pero esto es peligroso porque en ese mercado abundan los tiburones caza incautos que al primer atisbo de soledad te atrapan en el anzuelo de su hombro amigo y acabas pagando, literalmente, tu soledad y la suya. Son las soledades más caras que existen. Mucha gente arruina su vida en esos mercados. La contrapartida es que otros hacen su agosto en cualquier época del año en ese mercado, estas soledades abundan tras un episodio luctuoso o de pérdida sentimental. Son momentos propicios para que te asalten y piques su anzuelo.
Si cuidamos de nuestra soledad no querremos compartirla con nadie y nos dará muchas satisfacciones. A la mía le hablo mucho. Le cuento los hechos de mi vida, mis sentimientos, incluso le cuento algo de mis otras soledades. Las más profundas y escondidas. Pero le cuento poco no se vaya a sentir incomoda. Las soledades son muy celosas y a veces muy conflictivas si intuyen que te preocupas por otra soledad que pueda desbancarla.
La soledad es tan fiel como un perro. Es la única que te espera al otro lado del túnel cuando naces y la que te despide cuando entras en último día de tu vida. Porque nacemos y morimos sólos a pesar de la aparente compañía, ruidosa al principio y silenciosa al final. Algunas personas no se dan cuenta de ello y se asustan cuando aparece, como si fuera un fantasma, un fantasma propio que son los que más miedo dan. Suelen ser personas que se abaten cuando aparece en sus vidas pensando que serán muy desgraciadas si no se deshacen de ella. Suelen ser personas solas, pero no lo saben.
Sospecho que en una ocasión una de mis soledades se enamoró de mi. No me abandonaba nunca. Si me despertaba por la noche ella velaba mi sueño. Cuando me levantaba aparecía tras la puerta del armario o dentro de mis zapatillas. Fue una soledad incómoda. A estas soledades, al contrario de lo que pasa con los humanos, si no les haces caso terminan abandonandote. Se las conoce como soledades solas porque todo el mundo les da de lado. Son las soledades más tristes que existen porque no hay nada más duro para una soledad que no tener un humano en el que albergarse. Son soledades postizas que van apareciendo y buscan su lugar pero no saben que hay pocos humanos que quieran tener más de una. En ocasiones estas soledades te engañan induciéndote a compartirlas con otra persona. Ellas no lo saben pero es imposible compartir algo así, sería como compartir una pierna o el bazo.
Y no, no hay transplantes de soledad porque todos los grupos de soledad son incompatibles entre ellos, ni tan siquiera hay transfusiones de soledad, afortunadamente.
No me gustaría una transfusión así, a mis soledades las escojo yo, faltaría más.

miércoles, 8 de octubre de 2008

Sangría.



Sentado en una silla de madera el joven paciente se dejaba extraer sangre para una analítica rutinaria previa a una pequeña intervención. Su piel se había vuelto fría y húmeda anticipando un vahído que no llegaba. Le pregunté si se mareaba y movió la cabeza negativamente. Extraje la aguja y me disponía a realizar una prueba de coagulación que consistía en pinchar con una pequeña lanceta el lóbulo de la oreja y recoger una gota de sangre en un papel secante cada quince segundos hasta que dejara de manar. El joven estaba cada vez peor e insistí en conocer su estado que siguió negando y pinché su oreja que empezó a sangrar. En ese momento se levantó y tras preguntar donde se encontraba el aseo salió disparado hacia él adonde le acompañé siguiendo a la gota de sangre de su oreja. Creí que se disponía a vomitar pero abrió la puerta y se bajó los pantalones sentándose en la taza del vater de donde empezaron a subir ruidos y olores que, por humanos, a todos nos igualan. Y allí estaba yo, impertérrito, como un soldado delante de la garita que no puede abandonar bajo ningún concepto, secando la gota de sangre cada quince segundos, en dos interminables minutos. Acabado el tiempo lo dejé dentro y salí muy serio y circunspecto pasando por delante de la cola de pacientes que esperaba su turno con la estúpida sensación de haber hecho lo correcto mientras me hacía el más firme propósito de que aquello no me volvería a suceder nunca más.

jueves, 25 de septiembre de 2008

Plácido.


Ronda, rejas.


Hay días sin horizonte, días grises y opacos en los que el agua del cielo se funde con la del mar y entre ambos borran la línea que los separa. Esa imagen asomó a la cabeza del licenciado Ligero cuando el nombre de Plácido apareció en su lista de visitas en la consulta del hospital. Asociar la idea de la falta de horizonte con la vida de Plácido era fácil, no había otra opción. La vida de Plácido nunca tuvo opciones.
El licenciado Ligero no sabía nada de Plácido desde hacía años. Cuando lo vio por primera vez se dio cuenta de que su nombre no era el más apropiado y acordándose también de Virtudes la prostituta, una mujer que arruinó sus días persiguiendo a hombres que la harían desgraciada toda su vida, pensó en la paradoja de sus nombres y en como cambia la vida de algunas personas desde que nacen hasta que deciden estropear sus días para siempre.
Plácido tenía catorce años, la mente revuelta, la mirada huraña y una familia rota cuando lo visitó por primera vez. Hablaba poco y sólo en forma de gruñidos monosilábicos. Era un niño pero en el tiempo en que lo trató nunca le vio reír. El licenciado Ligero exploró a Plácido porque se quejaba de un dolor testicular. Cuando lo examinaba se dio cuenta de que tenía un tumor e hizo pasar al padre a la consulta. Le explicó su sospecha y las palabras del padre le entristecieron.
-Pero mi hijo ¿ya no será un hombre?.
La única preocupación de aquel individuo, tan hosco como su hijo, era aquella. Ligero le había explicado que deberían extirparle el testículo, pero él no preguntó por su pronóstico, ni por el dolor del tratamiento o sus complicaciones, tampoco preguntó por su vida, sólo le preocupaba la hombría de su hijo.
El licenciado Ligero me miró mientras rellenaba los papeles para su tratamiento indicándome que agilizara los trámites y cuando padre e hijo salieron de la consulta, los párpados de Ligero intentaban contener su tristeza al ver, ya sin duda, el claro destino del niño.
No se equivocó.
Plácido volvió para una revisión unos meses después del tratamiento acompañado de una funcionaria del centro de acogida donde estaba internado, sus padres lo abandonaron después del diagnóstico, como si lo hubieran dado definitivamente por muerto. Nunca acudieron a las sesiones de radio ni de quimioterapia, siempre estaba sólo y su mutismo era cada vez más denso. Cuando le hacíamos exámenes para conocer su estado nunca aceptó las normas y era de trato cada vez más difícil y ausente.
El licenciado Ligero volvió de sus recuerdos a la hoja de visitas y sonrió tristemente cuando le indicó a la enfermera que lo hiciera pasar. Plácido traía nuevos acompañantes en esta ocasión. Traspasó la puerta de la consulta entre dos policías que lo traían esposado. Plácido ya era un hombre pero conservaba sus rasgos aniñados y el cuerpo menudo. La mirada huidiza que tanto impresionó al licenciado Ligero la primera vez se había serenado y su piel oscura se ocultaba bajo múltiples tatuajes carcelarios.
A Ligero le hubiera gustado haberse equivocado con el destino de Plácido pero era muy mayor para errar. Le preguntó sobre su salud y que había pasado con su vida, sólo contestó a la primera pregunta y se encogió de hombros como respuesta a la segunda. Después de la visita Plácido se levantó y le dio las gracias por haberlo tratado mientras estrechaba su mano con respeto, en un gesto único y último.
Morir no es la mejor opción para un cobarde y yo no lo soy, pensaba Plácido mientras lo trasladaban a la cárcel haciendo planes sobre cual sería la mejor forma de hacerlo. No era difícil en aquel lugar, lo más parecido a un hogar que había tenido nunca. No se hizo preguntas porque no pensaba contestarlas, tan sólo tenía que preparar la jeringa y aquel polvillo que lo liberaría de la cárcel y de su vida.
El licenciado Ligero siempre se acordó de Plácido cuando miraba el mar en los días sin horizonte.

jueves, 3 de julio de 2008

Orquisex.



Violeta.

A través de las finas rendijas de la persiana entran líneas de luz del amanecer. Dibujan los contornos de los escasos muebles, las esquinas de la habitación y el volumen del cuerpo que yace a su lado. La cama metálica emite reflejos allí donde la claridad incide y los devuelve multiplicados de forma anárquica iluminando a su vez con una intensidad mortecina otros rincones del pequeño cuarto. Los segmentos luminosos oscilan con el vaivén de su respiración. La claridad aumenta de forma imperceptible. Ha estado esperando el momento durante toda la noche, como cada día desde que fueron a la playa por primera vez. El corazón se acelera de nuevo y su estómago se encoge ante el miedo de ser descubierto. Poco a poco retira la sábana dejando sus hombros al aire. Tiene suerte, ayer se acostó tarde y con el calor del verano no se ha puesto el camisón. Sin apenas tocar su piel, llega a su ropa interior donde se detiene.Le gusta su espalda, el leve valle que la recorre justo en el centro, allí donde las líneas de luz dejan de ser rectas y se convierten en suaves olas como las que dibuja en su cuaderno de párvulo, como las olas que han zarandeado su cuerpo menudo en la playa. Se acerca y huele la piel tostada y adolescente. Huele a pan, a desayuno, a todo lo que le gusta. Estos días ha permanecido indeciso pero hoy se atreverá. Desea que no despierte. Cada pequeño movimiento es un sobresalto y el cabello se le eriza cuando ella respira hondo. Retira la sabana hasta las rodillas en movimientos milimétricos. Desde sus muslos algo separados asciende un aroma reconocible. Es el olor de la playa recién descubierta, del salitre y el aire, del salado sabor del agua. Baja con cuidado el elástico de las bragas hasta que aparece el inicio del surco misterioso. Ahora debe seguir tirando de la goma deslizándola por sus caderas y teme despertarla porque ella se ha acurrucado un poquito al sentir sus dedos. Se detiene para valorar sus avances y comprueba que ahora es más fácil retirar la tibia ropa hasta la mitad de sus rotundas y redondas nalgas entre las que se hace más oscura y deseable la misteriosa hendidura, mientras el corazón golpea inmisericorde su pecho y sus oídos. Teme despertarla si lo oye. A medida que la desprende de su ropa interior le extraña la facilidad para conseguirlo sin que despierte. No sabe si a ello han contribuido los pequeños movimientos de ella. No, no puede ser, está dormida en un sueño profundo. Con cuidado reposa su mejilla en una de las nalgas y aspira el olor y el calor de esa piel blanca y deseada. Una mano se apoya en la nalga libre y la acaricia de forma instintiva. Desliza su cara hasta llegar a un lugar más recóndito y turbador de donde surge un olor marítimo y bruno. Algo nuevo oprime su estómago. No, no es ahí sino un poco más abajo, sí, más abajo de su ombligo. Entre sus piernas algo ha empezado a crecer sin control de forma dolorosa y palpitante añadiéndose a otra sensación más familiar y cotidiana a esa hora temprana del día.Removiéndose inquieto pronuncia unas palabras que rompen su tensión y con ojos desorbitados advierte hasta donde ha bajado las bragas de su prima.
-Viole –dice lloroso.
-¿Mmmm?. –gime somnolienta, con cierto disgusto en su tono.
-Tengo pis.

jueves, 26 de junio de 2008

Sierra de Aralar.

Otoño.

Las tardes del domingo eran de una actividad fabril que sólo interrumpía la hora del partido de fútbol. Los primeros resfriados de la temporada vaticinaban más trabajo. Los pacientes sabían que el licenciado Ligero tenía guardia ese día de la semana y aprovechaban para consultarle cualquier banalidad que hubiera resuelto una visita a su médico de cabecera.

La pequeña sala de espera del servicio de urgencias era un bullicio de niños berreando a pulmón libre y de madres desesperadas, en un círculo vicioso que se cerraba con un sonoro cachete provocador de nuevos lloros y desesperación materna.

El delgado tabique que separaba la consulta de la sala donde esperaba aquella marabunta dominguera, transmitía los bramidos infantiles sin merma de intensidad, como si fuera de cartón.

Dentro, el licenciado Ligero examinaba a un anciano canoso, viudo y completamente sordo, algo desaliñado y corrido que buscaba con la mirada un sitio donde disimular su sonrojo mientras Ligero le hacía un tacto rectal, delante de una auxiliar, una enfermera y dos estudiantes de medicina a los que nos explicaba el resultado del concienzudo y humillante examen.

El anciano aquejaba molestias urinarias tras haber visitado a una conocida y también vieja alma caritativa que se ofrecía de alquiler a cualquier tipo que la invitara a un chocolate caliente.

El fragor del llanto de los mocosos en la sala de espera arreciaba, haciéndose irritable para todos.

Mientras exploraba al paciente, la mirada de Ligero se iluminó. Sacó el dedo del lóbrego y maloliente lugar y sin haberse quitado el guante todavía, me indicaba el pubis del abuelo mientras alzaba la voz.

-Mire, mire como corren, acérquese y vea como corren las condenadas.

El rubor del anciano aumentó al ver como todos nos acercábamos a contemplar su decaída hombría, sin entender lo que estaba sucediendo.

-¿Sabe usted lo que es esto?

-No -contesté algo desazonado.

-Pues son ladillas -dijo en voz cada vez más alta.

-Ladillas, y no las veía tan grandes desde la guerra. Pero que grandes son -exclamaba a gritos.

A pesar de que no éramos capaces de verlas, todos habíamos iniciado una lenta pero visible maniobra de retroceso, mientras Ligero fingía entusiasmarse como el que encuentra a un viejo conocido.

De repente nos extrañó el silencio de la vecina sala de espera. Uno de los estudiantes entreabrió la puerta y vió la sala vacía. Ni rastro de niños, mamás o abuelas. Volviendo la cabeza, observaba de forma interrogante a Ligero cuyo fino bigote se elevaba suavemente en una leve y reveladora sonrisa mientras se quitaba el guante y recetaba un tratamiento al anciano.

Fue una tarde tranquila.

jueves, 19 de junio de 2008

Sierra de Aracena, dehesas.



Für Elise.

Para Elisa que nunca leerá estas líneas y que me contó que nació en el 28 y que trabajó siempre y mucho porque tenían animales y campos y segaban y trillaban y puedo oler el trigo bajo las pisadas de la mula y del trillo y ver el polvillo que se levanta como si fueran miles de insectos brillantes bajo el sol castellano y que lavaba en el rio, como mi madre a quien la suya enviaba con un cesto en la cabeza y bajaban cantando y se contaban la vida del día, de ayer y de mañana y Elisa me la contaba ahora a mí tendida en su camilla que me ha crecido la barriga y que yo no como mucho y tampoco duermo por la noche y no me dejan hacerlo durante el día porque no está bien que en el comedor del asilo me duerma porque trabajé mucho si usted supiera y ahora a los ochenta años que nunca estuve enferma y ahora me canso y no lo entiendo porque estoy bien y me ha crecido la barriga, a mi que no como, no como mi hermana que ella si que come y duerme pero yo no y sí Elisa tienes razón te ha crecido la barriga y no para bien y vas a ingresar en una nueva vida de incertidumbres como cuando esperabas que lloviera para que se salvara el trigo o velabas el parto de tus bestias cuando llegaba la hora o consumías tus días trabajando tanto mientras aguardabas a que llegara tu hombre que se había ido a segar lejos para aumentar el jornal y me lo has contado todo mientras te miraba por dentro y veía que no estabas bien y confiabas en mí porque eres bueno decías y debía tragarme un sollozo traidor mientras te preguntaba de donde eras y me contabas que de la tierra del alajú y del morteruelo que ya no como, no como mi hermana que ella si que come y me crece la barriga y no sé porqué, pero yo si lo sé y te vienen a buscar para ingresarte en una nueva vida que será muy corta a partir de ahora pero no te lo puedo decir porque si hablára mi voz se rompería en trozos por eso prefiero dedicarte estas líneas que no vas a leer porque no sabes leer, había mucho trabajo y poca escuela y trabajé mucho por eso no entiendo porque me canso y...y las personas como tú no debieran estar en un asilo sino contando su vida a los que la escuchen para aprender que la vida no es fácil ni lo será nunca que antes no había ni radio ni luz ni tiempo pero eso era la vida Elisa y me has contado parte de la tuya y sin conocerte has sido tan cercana como los niños junto a los que me arañaba las piernas en los campos de trigo recién segado mientras cazábamos gorriones con la escopeta de aire y aspiraba el aire seco lleno de espliego y de nubes sin saber que me encontraría con Elisa en una camilla devolviendome una parte perdida de mi infancia y ella se enfrentaría al último tramo de su vida contandome que había trabajado tanto que no podía entender su cansancio en una paradoja traidora y cruel que detendría la inercia de su vida.

sábado, 14 de junio de 2008

Phallaenopsis.

Primavera

El sonido de sus pisadas era seco y desacompasado sobre el árido camino que conducía a la tapia del cementerio. La lenta cadencia de sus pasos llevaba sin pausa hacia los bordes romos e irregulares de una pared lúgubre que la claridad de la madrugada empezaba a definir. El muchacho tropezaba con cada piedra del suelo intentando retrasar su seguro e inevitable final.

La respiración, fuerte y nasal, humedecía el bigote del joven oficial, ayudada por el frío y el relente del amanecer. Los gemidos del hombre le nublaban la razón, pero las órdenes le imponían aquel mal trago.

Algo rezagado, un antiguo y amargado sargento era seguido a unos pasos por el licenciado Ligero, un médico joven al que la terrible guerra primero y la no menos amarga posguerra después, le habían conducido, como a tantos otros, a doblar su período militar, al principio con el gobierno legal y ahora con los sublevados vencedores.

Cerca del lugar de ejecución se levantó una intensa y rápida bruma que fue desdibujando los cuerpos fundiéndolos en las sombras y formas del entorno. El oficial agarró del brazo al joven y lo apoyó sobre el muro, como quien deja un tablón para que no se caiga y le anudó un pañuelo tapándole los ojos. Sus piernas temblaban tanto como las del reo, silencioso ya, sudando miedo por cada uno de los poros del cuerpo a pesar del frío, dando a su piel la viscosidad de lo irremediable.

Mandó formar al pelotón y dio la orden de apuntar. Todos se llevaron el fusil al hombro y apoyaron la mejilla sobre la culata, alzando la vista hacia el cuerpo difuminado por la niebla cada vez más tupida.

La rapidez en la orden de disparar les sorprendió mientras intentaban apuntar como podían sobre el incierto bulto, cada vez menor y casi oculto por aquella telaraña húmeda y envolvente.

Los disparos sonaron anárquicos, sordos y la figura del hombre se deslizó resbalando hacia el suelo.

El oficial, seguido del licenciado Ligero, se acercó para rematarlo con el tiro de gracia. Le despojó del pañuelo y su piel se contrajo dolorosamente con la visión. Tuvo la extraña sensación de que su uniforme había crecido alguna talla. Los ojos del hombre le miraban húmedos y con un hilo de voz imploraba.

-Si tienes madre, no me mates.

El oficial aflojó la presión sobre la pistola, desconcertado y lívido.

-Por tu hermana, no lo hagas.

Al licenciado Ligero, espectador obligado de la pavorosa escena, le dolían la garganta y el pecho donde un sollozo luchaba por salir. El terror de la escena lo tenía paralizado.

-Déjame vivir, por tu mujer, por tu hermana-repetía-no me mates.

El suboficial que se había quedado atrás liando un cigarrillo, se acercó rápidamente. Le extrañó la tardanza en oír el último disparo. Llegado a la altura de los tres hombres adivinó sin esfuerzo la causa de todo ello. Agachándose tomó la pistola del oficial y apoyando el cañón en la cabeza del caído, disparó.

Cuarenta años después, el licenciado Ligero, un hombre de pequeña estatura, enjuto y cetrino, me relataba el episodio desde sus rasgos afilados y gestos elegantes.

-Hola me llamo Ligero y soy un desgraciado.

Mientras fumaba en una anacrónica boquilla negra que sostenía entre sus labios, me relató su sorpresa y espanto al comprobar que la sangre de aquel ajusticiado era fría y muy oscura, como la de los demás hombres cuyos fusilamientos presenció.

-No eran las heladas mañanas de aquella aciaga primavera las que dejaban su sangre en aquel estado-me confesó-, era la desesperanza.

domingo, 8 de junio de 2008

Ayer, antes de ayer.


El bus

A pesar de que el autobús siempre está lleno, se abre paso entre la gente para asirse a la misma barra a la que yo me agarro para no caer con los arranques y las frenadas del vehículo. Por su menor estatura debería tomar la barra con su mano por debajo de la mía, pero nunca lo hace. La agarra justo por encima. No cruzamos ninguna mirada, ningún aliento, ningún roce. Nos ignoramos pero nos sabemos allí. Esperando que ella comience a resbalar su mano hacia la mía. Deseando su contacto. Su mano desciende lentamente y mis ojos la siguen hipnóticos. Retrasa voluntariamente el roce. Alarga el momento. Lo estira hasta que empiezo a sentir su calor antes que su piel. Se detiene, vuelve a subirla y siento frío. El paisaje urbano se pone en marcha deslizándose sin nostalgia por las ventanas del autobús. Pasan el semáforo, las calles y los edificios primero rápidos después, cada vez a menos velocidad. Paramos de nuevo y de nuevo desciende su mano a lo largo del frío de la barra. Los cristales se empañan y distorsionan los contornos de la calle aislándonos de sus soledades. Ya la siento. Me toca y sin engaño ni prisa apoya su calor en el mío. El paraíso se puede esconder en cualquier parte. El mío está en un autobús que atraviesa el amanecer mientras su mano toca mi mano y el dorso de su cuerpo se acopla en el hueco de mi cuerpo como las piezas inseparables de un puzzle tenso y humano. El autobús arranca de nuevo y nuestros cuerpos oscilan en un solo cuerpo, unidos como imanes. Separándose y acercándose en un baile silencioso y sincopado, sin música ni orquesta, sincronizados por los bruscos movimientos del bus. Se ha parado el traqueteo y ella se separa aunque no quiere, poco a poco. Siento que el frío ocupa el calor que me arropó. Las puertas se abren y desciende en busca de su rutina. Nunca mira atrás. Se aleja y pierdo sus contornos. Me espera el desamparo del instituto gris, la inclemencia del patio, el olor de las aulas, la voz apagada del profesor y sus lecciones. Mañana volverá a subir. Sin mirarme se abrirá paso entre la gente y aterido por el frío de la barra saldrá el sol en mi paraíso.

jueves, 29 de mayo de 2008

Sierra de Aralar, otoño.

El faisán (2ª parte)

El traje de baño que llevaban poseía la sugerente cualidad de hacerse transparente cuando contactaba con un líquido templado, dejando a la vista la tersura de unas líneas redondas y voluptuosas, anticipo seguro de placeres venideros. El líquido en el que las sumergieron con mimo estaba tibio y fueron gozando de aquel momento tan relajante, lástima que los brutos que se habían bañado antes hubieran dejado aquello con un tufillo a macho, que a decir verdad embriagaba un poco y no de forma desagradable. Eran todo músculo, sin un átomo de grasa bajo su piel, eso era cierto, alguno de ellos estaba como para mojar pan, atractivos, marcando línea, pero chica de cabeza, nada de nada.

Al cabo de unos minutos disfrutando de aquella temperatura y del baño, empezaron a surgir burbujas del fondo de la piscina aumentado la sensación de placer y relajación al tiempo que sus formas se iban haciendo cada vez más evidentes para solaz de aquellos musculitos, que en corro a un lado de la piscina, hacían comentarios sobre unas curvas tan sensuales.

En lo mejor del momento apareció la chiquillería, bulliciosa y gritona, salpicándolo todo; para ser el primer y último baño de la temporada aquellos mocosos tenían que ponerlo todo perdido y además, sus picantes comentarios las sonrojaban de tal forma que su piel llegaba a adquirir un tono del que nunca habían disfrutado pero lo peor estaba por llegar.

La alarma la dio la más cercana al borde de la piscina, donde se apoyaba en ese momento. Unos cuerpos estilizados y de nombre largo e impronunciable aparecieron de improviso y se zambulleron con gracia entre ellas, nadando con la elegancia de quien no ha hecho otra cosa en su vida.

De gimnasio seguro, te lo digo yo, se iban diciendo unas a otras, con una envidia que las delataba y caldeaba los ánimos hasta el extremo de presagiar cualquier desastre, sobre todo cuando se dieron cuenta de que las miradas de aquellos descerebrados eran solo para las recién llegadas.

La situación estaba al rojo vivo cuando empezó a caer un torrente de agua fría encima de todos los bañistas, atemperando y relajando un ambiente potencialmente explosivo.

La incorporación de las recién llegadas y la imprevista tormenta hizo que los musculitos se lanzaran a la piscina para placer de todas. El baño de burbujas cesó y todos se dedicaron a la contemplación mutua y a los juegos, apartándose algunas parejas que se habían formado casi al instante.

- Antes del caldo no olvides añadirle una copa de vino blanco y otra de Oporto que sea generosa, luego esperas que reduzca a la mitad, es el secreto para que se chupen los dedos. Bueno te dejo que mi marido me va a matar si sigo hablando contigo, ya sabes como se pone el muy cafre.

Me puse a repasar mentalmente si le había añadido todos los ingredientes pues Pilar, siempre hablando por los codos, me aturdía con su conversación en la que incluía a vecinos, familiares y marido, no siempre por este orden pero la mayor parte de las veces para ponerlos como el perejil.

Primero doré los trozos del faisán previamente salpimentados y enharinados, en una mezcla de aceite de oliva y de mantequilla reservándolos a continuación.

Poché una cebolla grande y cuando se transparentó le añadí dos dientes de ajo picados y dos cucharadas soperas rasas de harina para espesar la salsa que debía resultar de todo aquello. Después corté unas zanahorias en juliana para integrarlas mejor en el guiso.

Cuando espesó le añadí el vino y una copa de Oporto como me indicó Pilar y al reducirse un poquito, bañe aquella delicia con un litro de caldo de ave que había cocinado el día anterior en el que, tras un tiempo prudencial, introduje los trozos del precioso faisán.

Un olor penetrante impregnaba de aromas voluptuosos la cocina mientras pequeñas burbujas ascendían hasta la superficie de la cazuela donde bailaban sin freno todos los ingredientes.

Tras dos horas a fuego lento apagué el fogón hasta el día siguiente.

- Desde luego ya dejan entrar a cualquiera, comentaban los bañistas mientras unos rezagados de apariencia extraña y cubiertos de un horrible bañador verde que parecía cosido a trozos a su piel se zambullían en lo mejor del día con lo que el baño se estaba poniendo imposible. Afortunadamente cada uno había encontrado su espacio y no se producían roces insalvables.

- Pero ¿qué es esto?. Lo que nos faltaba. Ya te lo decía yo, se ponen al sol y fíjate en su bronceado. A pesar de estar tan gordas no hay quien les quite la vista de encima. Claro que lo toman desnudas, las muy sinvergüenzas. Como siga viniendo este tipo de gente no vendré nunca más, decía la muy inocente.

Tras desayunar encendí de nuevo el fuego y al alcanzar la temperatura deseada añadí unos champiñones laminados con una picada de ajo y perejil, rematando el guiso con patatas cortadas en gruesos dados que había ido dorando con parsimonia en un aceite que era un autentico ungüento de vida mientras pensaba en la cara que ella pondría al probar el guiso.

sábado, 17 de mayo de 2008

Castell de la Muga, Bellvei, Tarragona, atardeciendo...

El faisán

Por emplear el lenguaje bélico que se utilizaba en las conversaciones del último mes, Bush se preparaba para columpiar de forma macabra a Sadam después de haber llevado la democracia a Iraq, se podría decir que la primavera había estallado en el bosque si no fuera por la quietud y el silencio, rotos de vez en cuando por el canto temprano de las aves. La paleta de verdes sustituía sin pausa a los ocres del invierno, cubriendo los árboles con un manto puntillista y feraz de tonos desvaídos, hasta que el sol fundía la neblina y aparecían los colores mediterráneos en toda su crudeza. Apuntaban los espárragos y mi torpeza para encontrarlos divertía a Daniel, enjuto y parco en palabras, quien me los señalaba sin que yo los alcanzara a ver, mientras él llenaba su carcaj. De vez en cuando se adivinaba el rabo de un gazapo entre las zarzas, desapareciendo veloz ante cualquier movimiento o ruido.

Entre los sonidos que desperezaban al bosque de su oscuro letargo, se oía en las últimas semanas un cloqueo estridente muy cerca de la zona donde disparábamos flechas con la secreta esperanza de aprender a tirar con arco algún año. Mi ignorancia de ciudad no me permitía relacionar aquel canto con ave alguna. Era comprensible pues mi cultura avícola se limitaba a palomas, urracas, gallinas y un pavo real que había visto en el gallinero de Can Pastor.

Después de haber recorrido el circuito con unas puntuaciones de aprendiz, esperaba a que Daniel terminara de tirar las últimas flechas antes de empezarlo de nuevo. De improviso volví a escuchar a mi espalda aquel sonido penetrante y di la vuelta pausadamente a la vez que veía volar a un faisán macho reclamando la atención de una hembra que lo esperaba en la distancia, camuflada por su plumaje entre los terrones de un barbecho cercano. Tras un corto vuelo se posó cerca de unos matorrales al lado de la primera diana del circuito que íbamos a comenzar. Me fijé en los tonos irisados de su cabeza, de un bronce metálico y oscuro. Su ojo izquierdo brillaba en el centro de una mancha escarlata y rodeaba su cuello un anillo blanco brillante. Quería observarlo sin que se diera cuenta y me acerqué sigiloso.

Desde mi situación no lograba localizarlo pues estaba a contraluz en la zona más umbría de una pequeña vaguada, aún sin verlo fui tensando la cuerda de mi arco obedeciendo a un instinto animal, hipnotizado por lo que iba a suceder. Tras unos segundos, asomó a un pequeño claro delante de un cañaveral y el sol incidió en su plumaje pardo iluminándole el dorso. Giró lentamente la cabeza y nos miramos por un instante. La cuerda resbalaba de mis dedos...

Daniel, acercándose sin ruido me soltó un papirotazo desequilibrándome hasta caer de bruces al suelo mientras el faisán remontaba el vuelo para reunirse con su pareja. Perdí de vista el cielo y la tierra. Mudo y magullado abrí los ojos y vi el primer espárrago que encontraba sin ayuda, o eso creía...

-Anda que si no te llego a enseñar donde estaba ese espárrago, ni lo ves.

domingo, 11 de mayo de 2008

De Dosrius a Argentona, un día de lluvia.

sábado, 10 de mayo de 2008

El plan


Magín era el más alto de los tres. La delgadez de sus miembros, la piel pecosa y blanca y una mirada desvaída, impregnaban de fragilidad su aspecto. Debajo de sus pantalones cortos sobresalían unas huesudas rodillas adornadas de cicatrices, medallas de guerra que a todos nos igualaban. Solo su frente se había librado de las pedradas que nos propinábamos en las cercanas y múltiples obras de aquel barrio en construcción que, como tantos otros, iban adosandose como parches de una gran colcha, a la creciente y destartalada ciudad.
Villanueva también ofrecía un cierto desamparo en su aspecto. Sus modales amanerados le conferían una personalidad peculiar y propensa a todo tipo de bromas. Su indomable y tieso flequillo eran inconfundibles en la distancia. Se defendía con las uñas y era peligroso tener algún choque con él, pero su carácter era dócil y poco proclive a los enfrentamientos aunque no por ello se amilanara si creía que tenía razón.
Magín fue el ocurrente. La reciente lección de matemáticas, su cabeza preadolescente y algún que otro cosquilleo nocturno en el bajo vientre le habían dado la idea.
Para la mayoría de nosotros, el sexo era el lugar de nuestra anatomía del que nos sentíamos más orgullosos pero sin conocer muy bien el motivo. El pito, la pilila, algunos, los más osados, llegaban a llamarlo polla provocando un murmullo de estupor y vergüenza, acentuado si además se decía huevos o cojones, palabras máximas que podíamos oír pensando ya en el castigo del cura cuando nos confesáramos.
Era un cura terrible de pequeña estatura, calvo y de sotana raída con la que limpiaba el largo pasillo de un templo tenebroso donde hacíamos un remedo de ejercicios espirituales prometedores del infierno, así como de los peores males terrenales y celestes si osábamos decir alguna palabrota, tal y como aseguraba le había pasado a un desgraciado pequeño al decir puñeta en una iglesia cercana. El cuerpo y el alma del niño, decía, se habían consumido en llamas en el lugar donde se le escapó el terrible exabrupto. Tras las tediosas y truculentas sesiones de ejercicios espirituales, que debieron llamarse espiritistas por la sucesión de tremendos eventos paranormales, descensos de espíritus y flamígeras nubes transportadoras de profetas, nuestro temor solo era superado por la sorpresa de ver como el cura permanecía incólume. No comprendimos nunca su inmunidad a todas aquellas calamidades a pesar de haber mencionado la misma palabrota en un lugar sagrado, pero las cosas del espíritu son singulares y casquivanos los espíritus y sus asuntos, así que nada ocurría para distraernos del sopor y el aburrimiento.

El sexo era aquello que cogíamos entre los dedos para orinar, algo que de vez en cuando se ponía duro y tieso sin control alguno, molestando incluso, según estuviera colocado.
El instrumento que permitía orinar más lejos, produciendo a veces nocturnas desazones. En fin, también era el objetivo del plan urdido por Magín.
En la hora del recreo nos había llamado a Villanueva y a mí llevándonos a un rincón poco concurrido por los demás.
-Tengo un plan -dijo, mientras su anodino rostro se iluminaba y abría los ojos como platos enrojeciendo súbitamente. Aquello prometía. El tono empleado y el cambio que experimentó provocaron una cierta inquietud en Villanueva que adquirió un tono bermejo, más intenso en sus grandes y desplegadas orejas mientras yo los observaba sin enterarme de nada.
-Se llama 3,14-cha. Después de oírlo debí poner cara de idiota pues se rieron de mí propinándome sendos capones en la coronilla, cariñoso y rudo pescozón incitador de no pocas peleas en el patio.
Sí, aquello prometía, pero nada bueno. La mañana era ventosa y miré hacia el cielo donde unas deshilachadas nubes dibujaban, entre los altos edificios, un cielo daliniano en consonancia con una situación surrealista. Con el paso del tiempo aprendemos que las cosas nunca suceden por azar, todo está relacionado y adquiere un sentido que, en la mayor parte de las ocasiones, se nos escapa entre los orificios de una red sutil, tejida por deseos, vivencias y pensamientos.
Mis intuiciones empezaban a debutar de forma inconsciente por aquel entonces. No, no era la típica desazón de la bronca al llegar con las notas a casa, esto era la cruda realidad. Las premoniciones eran agobiantes y convertían en aciagos los momentos en que se cumplía lo esperado de forma irremediable, entonces, un sentimiento fatalista se apoderaba de mí, pero la infancia y sus sanadores ungüentos diluían esta sensación hasta la próxima vez.
Mientras bajaba la vista del cielo mis compañeros de plan esperaban una respuesta. Magín había recobrado su palidez natural pero sus ojos miraban con un brillo distinto, tanto, que comprendí de inmediato sus oscuras intenciones.
-Nos encerramos en el water a la hora del patio y nos enseñamos la 3,14-cha y si nos gusta nos la meneamos-, entonces fui yo el que enrojeció, pero duró poco al caer en la cuenta de mi próxima confesión y viré del rojo al amarillo de forma tan rápida que Villanueva me dio un pellizco para ver si estaba vivo, pero mi pensamiento se situaba delante de un confesionario donde se desarrollaba una película y los nítidos fotogramas de la escena pasaban ante mí a cámara lenta.
-Ave María Purísima.
-Sin pecado concebida -diría el cura con una temblorosa y maloliente voz al tomar mis manos entre el blando sudor de las suyas.
-¿Has cometido actos impuros? -era su esperada pregunta al tiempo que pasaría su mano por mi nuca.
-Sí -no podría responder en esta ocasión de otra forma, pues los habría cometido.
-¿Sí?, solo o acompañado -gemiría, haciendo desaparecer una de sus manos bajo la sucia sotana.
-Acompañado -respondería, atontado por su nauseabundo aliento.
-¡OH!, acompañado, que perverso eres. ¿Con una niña, o con un niño?
Forcejearía un poco para alejarme de él pero su mano en mi cogote lo impediría.
-Con dos niños -y en ese momento debería caer un rayo mortal, una profunda sima se abriría bajo mis rodillas o el mismo cielo se desplomaría sobre mí convirtiéndome en la nada más absoluta, pero los deseos y las realidades caminan siempre por caminos paralelos y solo se unen en el infinito.
-Eso es pecado y tendremos que confesarnos con el cura -argumentaba yo tras despertar de la pesadilla.
-¿Tú le cuentas algo al enano?. Al cura se le dice que mientes a tus padres que pegas a tus hermanos y nada más. Desde luego tú eres tonto -me decía Villanueva al tiempo que iniciábamos el camino hacia las aulas terminada la hora del recreo.
Sí, debía serlo, no como Atienza, un hacha en mates que prometía. Le contaba a todo el mundo que estudiaría una carrera, ciencias exactas decía, al tiempo que entornaba los ojos en una expresión satisfecha y mirada de desdén, pero la vida no sabe de ciencias y la muerte de su padre lo sepultó para siempre en el negocio familiar, una pequeña alpargatería que con el tiempo sucumbió por la desidia que genera el desencanto de no ver cumplidos tus sueños.
-Zeñoreh, zientenzé y no me hagan ruido -era su frase favorita cuando regresábamos del recreo. El Sr. Rodríguez, un sevillano con mala sombra y peor genio se disponía a sestear mientras nosotros cruzábamos apuestas sobre el tiempo que tardaría en caer la ceniza del sempiterno cigarrillo que colgaba de su boca, una hendidura obscena y siempre húmeda que se hundía entre las coloradas mejillas que le daban un aspecto de sandía madura.
Alguien más debía estar en nuestro secreto. Sentía todas las miradas apoyadas en mi cogote y unos cuchicheos anormales.
-Magín y el Villa se tocarán el pito en el water -dijo Moreno. La frase tronó en el silencio de la clase, confirmándose la indiscreción de Magín sin conseguir despertar, por fortuna, al Sr. Rodríguez. Sonaba horrible, mis amigos no se merecían aquella infamia y salí en su defensa.
-No es cierto, nos lo tocaremos los tres -mi inocencia y mi sentido de la amistad no tenían límites. Sin conocer en el fondo el significado de todo aquello había hecho piña con ellos compartiendo su vergüenza.
Villanueva era mi compañero de pupitre y observé que se revolvía inquieto en su asiento. Se estaba rajando, seguro, mientras Magín y yo nos habíamos metido en un aprieto del que no saldríamos airosos.
El Sr. Rodríguez se removió y el silencio se hizo absoluto cesando los comentarios. Todos inclinamos la cabeza sobre la libreta y empezamos a escribir procurando no despertar al abotargado petimetre que nos había caído como un castigo.
Moreno se había hecho con la situación y desde su posición de líder estaba sacando el mayor partido posible, debía mantener su reputación delante de las niñas y no desaprovecharía la ocasión.
-Son unos maricas -el tono de su voz no dejaba lugar a la duda.
-Pero ezto que eh. Zeñores ze me van a copia los dieh mandamientoh zien vezeh, leshe. El sevillano malage había despertado de golpe al quemarse los labios con el cigarrillo y no de buen humor por cierto. La retahíla de los mandamientos nos la conocíamos de memoria.
La hora de salida sonó aliviando la tensión. Nos levantamos y Moreno nos persiguió a Magín y a mí por el pasillo, en el camino hacia los lavabos. Villanueva desertó haciéndose invisible.
Entramos en los lavabos cerrando la puerta tras nosotros mientras en el exterior Moreno y sus secuaces se alejaban riendo. Magín me miró con su cara inexpresiva y se dio la vuelta quedando de espaldas a mí. Hice lo mismo y los hipos de un llanto suave fueron llenando el silencio del frío y húmedo lugar mientras las lágrimas empañaban sus ojos. Desde el estómago me fueron subiendo amargas acedías por la traición de Magín, la cobardía de Villanueva, el desdén de Atienza, la lascivia del enano negro, la humillación de Moreno y la desidia del sevillano hasta convertirse en un doloroso e incontenible alarido.
-¡Magín! -grité con todas mis fuerzas al tiempo que giraba hacia él viendo su figura reflejada en la inclemencia del espejo.
-¿Qué? -gemía con sus lágrimas y mocos colgando.
-¡Me cago en tu 3,14-cha!.