sábado, 14 de junio de 2008

Primavera

El sonido de sus pisadas era seco y desacompasado sobre el árido camino que conducía a la tapia del cementerio. La lenta cadencia de sus pasos llevaba sin pausa hacia los bordes romos e irregulares de una pared lúgubre que la claridad de la madrugada empezaba a definir. El muchacho tropezaba con cada piedra del suelo intentando retrasar su seguro e inevitable final.

La respiración, fuerte y nasal, humedecía el bigote del joven oficial, ayudada por el frío y el relente del amanecer. Los gemidos del hombre le nublaban la razón, pero las órdenes le imponían aquel mal trago.

Algo rezagado, un antiguo y amargado sargento era seguido a unos pasos por el licenciado Ligero, un médico joven al que la terrible guerra primero y la no menos amarga posguerra después, le habían conducido, como a tantos otros, a doblar su período militar, al principio con el gobierno legal y ahora con los sublevados vencedores.

Cerca del lugar de ejecución se levantó una intensa y rápida bruma que fue desdibujando los cuerpos fundiéndolos en las sombras y formas del entorno. El oficial agarró del brazo al joven y lo apoyó sobre el muro, como quien deja un tablón para que no se caiga y le anudó un pañuelo tapándole los ojos. Sus piernas temblaban tanto como las del reo, silencioso ya, sudando miedo por cada uno de los poros del cuerpo a pesar del frío, dando a su piel la viscosidad de lo irremediable.

Mandó formar al pelotón y dio la orden de apuntar. Todos se llevaron el fusil al hombro y apoyaron la mejilla sobre la culata, alzando la vista hacia el cuerpo difuminado por la niebla cada vez más tupida.

La rapidez en la orden de disparar les sorprendió mientras intentaban apuntar como podían sobre el incierto bulto, cada vez menor y casi oculto por aquella telaraña húmeda y envolvente.

Los disparos sonaron anárquicos, sordos y la figura del hombre se deslizó resbalando hacia el suelo.

El oficial, seguido del licenciado Ligero, se acercó para rematarlo con el tiro de gracia. Le despojó del pañuelo y su piel se contrajo dolorosamente con la visión. Tuvo la extraña sensación de que su uniforme había crecido alguna talla. Los ojos del hombre le miraban húmedos y con un hilo de voz imploraba.

-Si tienes madre, no me mates.

El oficial aflojó la presión sobre la pistola, desconcertado y lívido.

-Por tu hermana, no lo hagas.

Al licenciado Ligero, espectador obligado de la pavorosa escena, le dolían la garganta y el pecho donde un sollozo luchaba por salir. El terror de la escena lo tenía paralizado.

-Déjame vivir, por tu mujer, por tu hermana-repetía-no me mates.

El suboficial que se había quedado atrás liando un cigarrillo, se acercó rápidamente. Le extrañó la tardanza en oír el último disparo. Llegado a la altura de los tres hombres adivinó sin esfuerzo la causa de todo ello. Agachándose tomó la pistola del oficial y apoyando el cañón en la cabeza del caído, disparó.

Cuarenta años después, el licenciado Ligero, un hombre de pequeña estatura, enjuto y cetrino, me relataba el episodio desde sus rasgos afilados y gestos elegantes.

-Hola me llamo Ligero y soy un desgraciado.

Mientras fumaba en una anacrónica boquilla negra que sostenía entre sus labios, me relató su sorpresa y espanto al comprobar que la sangre de aquel ajusticiado era fría y muy oscura, como la de los demás hombres cuyos fusilamientos presenció.

-No eran las heladas mañanas de aquella aciaga primavera las que dejaban su sangre en aquel estado-me confesó-, era la desesperanza.

4 comentarios:

Unknown dijo...

Menuda vivencia. Menuda experiencia.
Casi enlaza con mi artículo sobre el efecto Lucifer.
Es de esas situaciones en que te preguntas, ¿que hago aquí?, ¿cómo puedo estar formando parte de un asesinato?.
Uf.
Espero no encontrarme nunca en esta situación.
Un saludo, maestro.

Luis

jmdedosrius dijo...

El licenciado Ligero se lo preguntó tantas veces que la pregunta perdió su valor con el tiempo, tantos fueron los muertos.
Los vencedores siempre vencen mal.
Salud.

Isabel Barceló Chico dijo...

Sí, la desesperanza debe ser, porque me he quedado helada al leer este relato, pese a que ya por la ventana entra calor. Momentos como éste propician que salga lo mejor y lo peor de los seres humanos. Y el espanto es que suelen predominar o quedar en el recuerdo los segundos.
Saludos cordiales.

jmdedosrius dijo...

Tienes razón Isabel y el licenciado Ligero me lo hizo saber muchas veces con sus relatos de espanto y dolor en aquel tiempo que no han variado mucho a lo largo de la historia, tan sólo cambian los nombres, los hechos se perpetúan como las ruinas.
Salud.