jueves, 26 de junio de 2008
Otoño.
La pequeña sala de espera del servicio de urgencias era un bullicio de niños berreando a pulmón libre y de madres desesperadas, en un círculo vicioso que se cerraba con un sonoro cachete provocador de nuevos lloros y desesperación materna.
El delgado tabique que separaba la consulta de la sala donde esperaba aquella marabunta dominguera, transmitía los bramidos infantiles sin merma de intensidad, como si fuera de cartón.
Dentro, el licenciado Ligero examinaba a un anciano canoso, viudo y completamente sordo, algo desaliñado y corrido que buscaba con la mirada un sitio donde disimular su sonrojo mientras Ligero le hacía un tacto rectal, delante de una auxiliar, una enfermera y dos estudiantes de medicina a los que nos explicaba el resultado del concienzudo y humillante examen.
El anciano aquejaba molestias urinarias tras haber visitado a una conocida y también vieja alma caritativa que se ofrecía de alquiler a cualquier tipo que la invitara a un chocolate caliente.
El fragor del llanto de los mocosos en la sala de espera arreciaba, haciéndose irritable para todos.
Mientras exploraba al paciente, la mirada de Ligero se iluminó. Sacó el dedo del lóbrego y maloliente lugar y sin haberse quitado el guante todavía, me indicaba el pubis del abuelo mientras alzaba la voz.
-Mire, mire como corren, acérquese y vea como corren las condenadas.
El rubor del anciano aumentó al ver como todos nos acercábamos a contemplar su decaída hombría, sin entender lo que estaba sucediendo.
-¿Sabe usted lo que es esto?
-No -contesté algo desazonado.
-Pues son ladillas -dijo en voz cada vez más alta.
-Ladillas, y no las veía tan grandes desde la guerra. Pero que grandes son -exclamaba a gritos.
A pesar de que no éramos capaces de verlas, todos habíamos iniciado una lenta pero visible maniobra de retroceso, mientras Ligero fingía entusiasmarse como el que encuentra a un viejo conocido.
De repente nos extrañó el silencio de la vecina sala de espera. Uno de los estudiantes entreabrió la puerta y vió la sala vacía. Ni rastro de niños, mamás o abuelas. Volviendo la cabeza, observaba de forma interrogante a Ligero cuyo fino bigote se elevaba suavemente en una leve y reveladora sonrisa mientras se quitaba el guante y recetaba un tratamiento al anciano.
jueves, 19 de junio de 2008
Für Elise.
sábado, 14 de junio de 2008
Primavera
El sonido de sus pisadas era seco y desacompasado sobre el árido camino que conducía a la tapia del cementerio. La lenta cadencia de sus pasos llevaba sin pausa hacia los bordes romos e irregulares de una pared lúgubre que la claridad de la madrugada empezaba a definir. El muchacho tropezaba con cada piedra del suelo intentando retrasar su seguro e inevitable final.
La respiración, fuerte y nasal, humedecía el bigote del joven oficial, ayudada por el frío y el relente del amanecer. Los gemidos del hombre le nublaban la razón, pero las órdenes le imponían aquel mal trago.
Algo rezagado, un antiguo y amargado sargento era seguido a unos pasos por el licenciado Ligero, un médico joven al que la terrible guerra primero y la no menos amarga posguerra después, le habían conducido, como a tantos otros, a doblar su período militar, al principio con el gobierno legal y ahora con los sublevados vencedores.
Cerca del lugar de ejecución se levantó una intensa y rápida bruma que fue desdibujando los cuerpos fundiéndolos en las sombras y formas del entorno. El oficial agarró del brazo al joven y lo apoyó sobre el muro, como quien deja un tablón para que no se caiga y le anudó un pañuelo tapándole los ojos. Sus piernas temblaban tanto como las del reo, silencioso ya, sudando miedo por cada uno de los poros del cuerpo a pesar del frío, dando a su piel la viscosidad de lo irremediable.
Mandó formar al pelotón y dio la orden de apuntar. Todos se llevaron el fusil al hombro y apoyaron la mejilla sobre la culata, alzando la vista hacia el cuerpo difuminado por la niebla cada vez más tupida.
La rapidez en la orden de disparar les sorprendió mientras intentaban apuntar como podían sobre el incierto bulto, cada vez menor y casi oculto por aquella telaraña húmeda y envolvente.
Los disparos sonaron anárquicos, sordos y la figura del hombre se deslizó resbalando hacia el suelo.
El oficial, seguido del licenciado Ligero, se acercó para rematarlo con el tiro de gracia. Le despojó del pañuelo y su piel se contrajo dolorosamente con la visión. Tuvo la extraña sensación de que su uniforme había crecido alguna talla. Los ojos del hombre le miraban húmedos y con un hilo de voz imploraba.
-Si tienes madre, no me mates.
El oficial aflojó la presión sobre la pistola, desconcertado y lívido.
-Por tu hermana, no lo hagas.
Al licenciado Ligero, espectador obligado de la pavorosa escena, le dolían la garganta y el pecho donde un sollozo luchaba por salir. El terror de la escena lo tenía paralizado.
-Déjame vivir, por tu mujer, por tu hermana-repetía-no me mates.
El suboficial que se había quedado atrás liando un cigarrillo, se acercó rápidamente. Le extrañó la tardanza en oír el último disparo. Llegado a la altura de los tres hombres adivinó sin esfuerzo la causa de todo ello. Agachándose tomó la pistola del oficial y apoyando el cañón en la cabeza del caído, disparó.
Cuarenta años después, el licenciado Ligero, un hombre de pequeña estatura, enjuto y cetrino, me relataba el episodio desde sus rasgos afilados y gestos elegantes.
-Hola me llamo Ligero y soy un desgraciado.
Mientras fumaba en una anacrónica boquilla negra que sostenía entre sus labios, me relató su sorpresa y espanto al comprobar que la sangre de aquel ajusticiado era fría y muy oscura, como la de los demás hombres cuyos fusilamientos presenció.
-No eran las heladas mañanas de aquella aciaga primavera las que dejaban su sangre en aquel estado-me confesó-, era la desesperanza.