lunes, 26 de enero de 2009

Amigos.




Ella le dijo que necesitaba un amigo, que estaba cansada de hombres que sólo habían deseado llevársela a la cama.

El la creyó.

Ella le preguntó sin podía quedarse esa noche en su casa.

El asintió.

Después hablaron durante horas de las desgracias propias y ajenas y se contaron hasta las comas de sus vidas.

Cuando llegó la hora de acostarse ella le preguntó si le dejaba estar en su cama.
El no vio inconveniente.

Ella siguió hablándole quedamente y mientras él la escuchaba las manos de ella iniciaron un sendero de caricias por el pecho de él.

El se inquietó y con cariño le recordó que ella tan sólo necesitaba un amigo.

Ella le dijo que lo admiraba, que nunca la habían tratado con esa delicadeza y que tenía razón.

El la creyó.

Y nada pasó.

Cuando despertaron él preparó el desayuno, ella le agradeció la noche mágica y después se fue.

Al cabo de dos días ella le llamó y le dijo que quería verle.

El le dijo que no había problema, se verían tarde después del concierto. Él era músico.

Ella lo fue a buscar a la salida del teatro con cara alegre y sonriente.

El se alegró de su alegría y ella le tomó la mano.

El le preguntó como se encontraba y ella le contó lo bien que estaba desde la primera noche que habían pasado juntos.

El la creyó.

Fueron a cenar y hablaron y bebieron mucho.

Ella le preguntó si podía quedarse otra vez en su casa.

El le dijo que sí en las mismas condiciones que la primera noche.

Ella asintió.

El estaba cansado y se durmió enseguida.

Ella se molestó un poco y al cabo de un rato se levantó y se fue.

El no la encontró en su cama cuando despertó.

Ella lo llamó por la mañana y le habló de su descontento porque se había dormido.

El se sorprendió y le recordó que los amigos se duermen cuando están cansados.

Ella colgó.

El, primero suspiró y después se durmió.

Ella, nunca más llamó.

lunes, 19 de enero de 2009

Adela.




Se iban a enterar, pensaba Adela, y eligió aquella madrugada para gritar a todo pulmón.

-¡Estoy embarazadaaaa y quiero abortaaaar!, repitió varias veces con el volumen suficiente para despertar a todos los vecinos además de a sus padres y a su hermano.

Cuando la trajeron al hospital sus gritos se oían desde la planta baja hasta el 4º piso donde el licenciado Ligero se preguntaba cual sería el origen de aquel estruendo que rompía el silencio total de la sala de urgencias. Eran las tres de la madrugada y a esa hora las auxiliares pasaban el tiempo contando historias del hospital y doblando gasas de forma rutinaria. El licenciado Ligero había comentado por la tarde que el día no había sido tan malo como esperaba, pero esos comentarios no deben hacerse en un servicio de urgencias si uno quiere acabar tranquilo su guardia.

-¡Quiero abortar, estoy embarazada y quiero abortar!, seguía gritando Adela.

Adela no tenía más de trece años y vivía con sus padres a los que esclavizaba con sus caprichos y salidas de tono. El matrimonio de mediana edad estaba desbordado por aquella adolescente que ahora gritaba que estaba embarazada sin que ellos supieran si tenía novio o salía con algún chico de su edad.

Entraron en tropel a la sala de urgencias donde el licenciado Ligero les atendió a duras penas, pues todos gritaban al unísono, los padres lamentándose de la situación y la niña pidiendo abortar apagando con sus aullidos los gritos de los demás hasta que el licenciado Ligero decidió que los padres salieran de la sala para poder hablar tranquilamente con la niña.

-Vamos a ver, tranquilízate, ¿cómo te llamas?- interrogó Ligero.

-Me llamo Adela y quiero abortar.

-Pero Adela, ¿tú sabes lo que significa abortar?

-No, pero quiero abortar.

-¿Desde cuando estás embarazada, criatura?

- No lo sé.

-¿Desde cuando no tienes la regla?

-Yo no tengo la regla, todavía no me ha venido.

La cara del licenciado Ligero se relajó un poco.

-Si no tienes la regla ¿cómo sabes que estás embarazada?, insistió Ligero.

Adela fue cambiando su tono crispado y casi en un susurro le dijo al licenciado Ligero.

-No estoy embarazada, es que me gustan los chinos y mi padre no me deja salir con ellos, por eso estoy aquí, quiero que usted se lo diga a mis padres y me dejen salir con los chinos.

Al licenciado Ligero le extrañó aquella querencia de la niña porque a principio de los años setenta no había chinos en toda la comarca y seguramente se podrían contar con los dedos de una mano en el resto del país.

-¿Tú sabes lo que son las relaciones sexuales?- Ligero tenía que asegurarse de que la niña no podía estar embarazada.

-Pues claro, las que tendré cuando me dejen salir con los chinos,-insistía ella.

El licenciado Ligero rellenaba una solicitud para hacer una prueba de embarazo, mientras Adela se relajaba. La cabeza de la adolescente obligaba a descartar de forma clara su posible gestación, aunque en aquel tiempo las implicaciones legales que vendrían con los años eran muy relajadas, Ligero tenía muy clara su actuación.

El test de embarazo fue negativo y Ligero habló con los padres. Les comentó la necesidad de que fuera examinada por un psicólogo y después del ajetreo nocturno todos se fueron a casa y la sala de urgencias recuperó su tranquilidad.

Tres meses después yo ya no recordaba el episodio. Una tarde salí del hospital durante la guardia a un bar cercano para tomar un café. En la acera de enfrente había tres personas hablando, una de ellas quedaba oculta por las otras dos pero era una mujer y me llamó la atención un tono de voz conocido. Era Adela y me acordé de su afición por los chinos por lo que crucé la calle para ver con quien hablaba tan animadamente y sí, los dos únicos chinos que vi en muchos años en la ciudad estaban con ella confirmando su querencia asiática. Al volver al hospital se lo comenté al licenciado Ligero y movió la cabeza negativamente quejándose de que los padres no hubieran atendido la salud mental de Adela a la que auguró un futuro complejo. No volví a saber de ella en mucho tiempo.



Adela estaba embarazada después de años de intentarlo y él preparó una cena especial. Puso una mesa esplendida, encendió unas velas y acompañó el momento con una música suave, no quería que Adela olvidara esa noche el resto de sus días. Oyó como se abría la puerta y la vio aparecer tan inocente y risueña que se sintió culpable. Ella vio la mesa y le dio un beso mientras le preguntaba por aquella sorpresa mientras observaba que Eduardo tenía una mirada triste, bah, serán imaginaciones mías pensó. El la hizo sentar y le dijo que lo esperara, debía buscar algo en la terraza del piso superior. Seguramente ha ido a buscar algún regalo, pensó ella, es muy detallista, no me puedo quejar.

Eduardo abrió la puerta de la terraza, se apoyó en la pared y subió a la baranda haciendo equilibrios mientras extraía una nota de su bolsillo dejándola caer tras de sí. Después, saltó.

Adela lo estaba esperando sentada a la mesa cuando oyó un ruido sordo en la calle al que no prestó mucha atención. Eduardo tardaba un poco y lo llamó por el hueco de la escalera. Eduardo no contestaba. Subió las escaleras y al salir a la terraza vio la nota en el suelo, la tomó y asomándose a la calle de donde subían gritos atenuados por el tráfico, sus ojos tropezaron con la visión de un Eduardo desmadejado sobre el pavimento. Adela gritó sin rabia y perdió el sentido estrujando la nota entre sus dedos.



"Eduardo, no sé como empezar esta carta, como decirte lo que debes saber, ni como terminarla. En realidad ni tan siquiera puedo recordar como empezó todo, quien dio el primer paso o dijo la primera palabra que nos llevaría a cometer un error imperdonable. Sabes que mi hermana ha sido siempre de trato complejo, conoces su carácter y su determinación cuando se propone algo. Le viene de niña. Desde su adolescencia siempre conseguía lo que deseaba, fuera hombre o cosa, nada escapaba a su influjo. Después del interés que demostró por los chinos desde su niñez, al ver que nada podía hacer para conseguir que mi padre permitiera su relación con ellos, se fijó en mi, otro adolescente sin conocimiento y después de varios escarceos comenzamos una relación que debió haber muerto antes de empezar y de la que no me supe apear a tiempo. Se inició como una obsesión y continuó de forma pasional y desesperada. Subimos a un tren que ya iba demasiado rápido como para apearnos de él, un tren que no se iba a parar.
Cuando os casasteis vi la oportunidad de acabar pero nos fue imposible. Nuestra carne pedía lo que nuestro cerebro negaba y la carne no piensa, por eso gana siempre. Las cosas llegaron a un punto sin retorno cuando se quedó embarazada. No quiso abortar después de vuestros problemas para tener un hijo y yo lo vi como un mal menor si ella consentía en acabar con aquella relación. Así lo hizo. Tenía que decírtelo. Adela nunca ha sido trigo limpio a pesar de que tu sólo miras por sus ojos y escuchas por sus oídos. Lo siento Eduardo."




El licenciado Ligero a pesar de su edad estaba de guardia aquel día, cuando le avisaron del ingreso de una mujer embarazada que había perdido el conocimiento. Ligero entró en el cubículo de urgencias y tras un exámen somero observó que la mujer tenía una mano cerrada que abrió con cuidado. Del puño contraído de Adela cayó un papel arrugado.
Mientras Ligero lo leía, su memoria recordó los gritos de Adela en una lejana madrugada pidiendo abortar con su voz de niña y sin poder evitarlo lloró como un anciano derrotado. Despacio y sin ruído.

miércoles, 14 de enero de 2009

El eurólogo.

El paciente se acostó en la mesa de examen y le pregunté.
-¿Qué le pasa?.
-Es que me manda el eurólogo.
Vaya, pensé, una especialidad que no conocía, ¿estará el euro tan mal como para eso?.
-No, no le pregunto quien lo manda sino porqué le piden esta prueba.
-Aaah, pues por la próstata, es que no orino bien, ¿sabe usted?.
Uf que susto, tan solo había bautizado de nuevo al urólogo.
Menos mal que por ahora al euro le funciona bien la próstata, ¿o no?.

lunes, 5 de enero de 2009

Noche de Reyes.

La tartana se acerca con paso cansino bajo el sol del mediodía. Su techo de tela tiene el color ocre del polvo que tapiza la calle como una alfombra blanda. La esperamos detrás de la persiana tendida sobre la puerta de la entrada, ocultos al sol y a las miradas de la calle, viendo como aparece y desaparece su leve capota entre las rendijas, en un lento vaivén.
La corta estancia en el pueblo se acaba. No me llamarán Robapanes hasta las vacaciones del próximo verano cuando las chicharras, friéndose al sol, vuelvan a inquietarme con su tono monocorde.
En el zaguán todo es trajín de maletas atadas con cuerdas, cajas de cartón con magdalenas recién hechas y zapatos, que los niños desgastan mucho hija, si madre, venga otro beso que no la veo hasta el verano, ay mi madre del alma, hija daros prisa que el tren no espera.
La abuela, siempre de negro y con el mandil de cuadros grises se mueve bamboleante entre los trastos, se agacha y me besa, no se lo digas a nadie, no abuela. Me ha enseñado a rezar entre las sabanas de su cama, caliente y acogedora, con ese olor tan especial y evocador, padre nuestro que estás en los cielos, ella, republicana de toda la vida, analfabeta, inteligente, humana. No heredé su lucidez.
Los paquetes y las despedidas llenan el interior del pequeño carruaje. Las lágrimas, las sonrisas, los consejos, las vecinas y los amigos quedan enmarcados por la abertura posterior de la tartana, mientras nos alejamos con la velocidad del paso humano.
Además de la tristeza de la partida cae sobre mí otra de mayores dimensiones. Pregunté a mis amigos que le habían pedido a los Reyes.
-El Robapanes es tonto, anda díselo que parece estar todavía en el guindo.
-Pero si es un crío.
-Pues son Melchor, Gaspar y Baltasar.- dije yo
-Y les ponemos un vasito de anís y comida para los camellos.
-Déjalo que todavía cree en los angelitos- decía uno.
-Estás alelao chaval, son tus padres, a ver si te enteras.
-Que no, estás mintiendo, como van a ser ellos, los Reyes entran por la ventana, yo los he visto y se beben el anís y la comida y...
-Y eres tonto, otro que cree que a los niños los trae la cigüeña, a ver si en la ciudad te espabilan, listo, o no te fijaste como se enganchaban los perros el otro día, aquellos que separamos tirándoles piedras.
Habían sido demasiadas emociones y la ciega confianza en lo que me contaban en casa se desmoronaba con estrépito.
Se oye el silbido del tren a lo lejos, pronto subiremos a un vagón de asientos de madera relucientes por el roce en la superficie y oscuros de suciedad entre las rendijas de donde saco mi corta uña, negra de mugre. Nadie me explicó porqué me picaban los muslos al cabo de un rato de sentarme, hoy sospecho que los chinches eran compañeros de viaje permanentes en aquel vagón de tercera.
Llegaremos de noche a Valencia. El pasillo, lleno de maletas, hace más tedioso el viaje pues no podemos salir del compartimento después de haber comido dentro. Migas, aceite, más migas, vino, magdalenas y frío; atardece temprano y me despierta el ruido y el olor de la estación, un olor a orines y sudor, a dulces que aparecen por la ventanilla ofrecidos en grandes bandejas por vendedores ambulantes que se desgañitan ofreciendo su mercancia en una pequeña estación.
-¡Pipas, torraos, altramuces, carameeeelos!.
Todavía no hemos llegado, tardaremos porque el tren es un correo, la tartana hubiera llegado antes, dice mi madre, no había billete en otro tren y te empeñaste en venir en estas fiestas, cuando todo el mundo sale, contesta él.
Vuelvo a adormecerme, pero la inquietud del día me desvela, es la noche de Reyes, mis amigos me han tomado el pelo, no son los padres, no veo juguetes en ninguna parte, pero los Reyes ¿subirán al tren? ¿donde?, me mantendré despierto.
En Valencia, el aroma acre y penetrante del humo en la estación nos pone en marcha, bajamos los bultos y las maletas, hemos de hacer transbordo a Barcelona y un hombre con gorra los pone en un carrito y los lleva a la consigna.
-¿Y ese señor quién es?
-Es un mozo de estación.
-¿Y porqué le das dinero si se lleva nuestras maletas?.
-Niño calla. Ahora tomaremos un chocolate con churros y después una jarra de agua helada.
Hace frío y el desolador secreto de los amigos del pueblo lo acentúa, me cuelgan largos mocos de la nariz y un pañuelo cae sobre ella limpiándolos y llevándose la nariz de paso. En un descuido lo pregunto.
-¿Como vendrán los Reyes esta noche?
-Son Magos no lo olvides, pero la verdad es que nunca los he visto en un tren, me dicen.
-Será el primer año sin Reyes dice ella.
-A lo mejor dejan los regalos en casa, pero no hay anís ni comida y no estamos allí y no dejan nada si no hay nadie- respondo a mi madre.
La calle está mojada y después del chocolate hemos ido a ver la cabalgata. Me han subido a hombros y los he visto; están ahí con carrozas llenas de paquetes envueltos en papel de colores y lazos brillantes, mi duda se va despejando. Tengo razón, no sé porqué me dejé enredar, están ahí y me lanzan caramelos y sonríen y quiero todos los juguetes, pero ¿vendrán al tren o los dejarán en casa?, ¿y si no aparecen?.
Los escaparates están atiborrados de juguetes; muñecas, balones, juegos de bolos de colores y allí, entre todos, un juego increíble, de la caja emergen unas bestias de plástico y de goma que no he visto nunca, mi padre dice que se llaman dinosaurios, el nombre y su aspecto me encandilan, no puedo despegarme del cristal y el vaho de mi nariz lo empaña cayendo gotitas de agua que limpio con mi lengua. Mi padre ha desaparecido.
-Mamá, donde está papá?.
-No lo sé, a lo mejor ha ido por los billetes, ahora vendrá, o mejor, vamos a buscarlo a la estación.
En el vagón, muertos de sueño, lo vemos subir con las maletas y los bultos.
-Has tardado mucho.
-Claro, hay tanta gente esta noche, casi no podía moverme.
No veo juguetes ni cajas que los contengan, no son los padres, que tontos son los del pueblo ya lo dice mi madre, pero no creo que vengan al tren, los camellos andan lentos y este tren es más rápido que el anterior, llegaremos de Valencia a Barcelona en solo catorce horas y eso debe ser mucha velocidad, ¿verdad papá?.
Al amanecer, la luz pobre de aquel vagón de tercera y el traqueteo del tren nos despertaron. El compartimento estaba lleno de cajas de colores conteniendo los juguetes que nos habían traído los reyes, porque habían sido ellos, sin duda. Allí había bolos de colores, muñecas, balones, pistolas y sobre todas las cosas, había un gran caja de dinosaurios.
Nunca olvidé aquella noche de Reyes, ninguna se le pareció después, ni tan siquiera cuando me trajeron un tren eléctrico en el que transportaba a mis dinosaurios en viajes sin fin ni tiempo. Todavía conservo la máquina del primer y único tren que tuve, como el último cordón umbilical que me une a mi lejana infancia.
Fue una noche hermosa.