viernes, 31 de diciembre de 2010

FELIZ AÑO 2.011

FELIZ AÑO 2.011







lunes, 1 de marzo de 2010

Virtudes 3.


Está tendida en la camilla. He de hacerle una ecografía y pincharle un tumor que tiene en el muslo. Llora sin ruido.
-No me haga daño.
-Es sólo un pinchazo. No le haré mucho daño. Voy a utilizar una aguja muy fina.
Toda su vida se ha pinchado pero las agujas le dan miedo.
-No me haga daño, repite, mientras solloza sin parar. Queda muy poco de la niña Virtudes que se desangraba en el quirófano durante una noche sin luz. Sólo algo de piel ajada y unos huesos huérfanos de músculos que hasta ayer esperaban en un arcén a que alguien los alquilara durante un rato para seguir matándose sin esperanza.
Virtudes llora.
Sabe que pronto acabará su viaje por el laberinto de errores y pérdidas por el que tanto transitó sin rumbo que terminó por perderse sin encontrar nunca la salida y tiene tanto miedo ahora que acaba su vida como el que tuvo acostada en un quirófano cuando su vida comenzaba.

lunes, 22 de febrero de 2010

Virtudes 2.

-¿Qué le pasa?
-Que soy puta y me duele la barriga.
El licenciado Ligero tardó un poco en reaccionar ante aquella respuesta. Iba a ser una paciente complicada así que intentó relajarse.
-¿Desde cuando?, volvió a preguntar.
-Desde los quince años pero la barriga me duele desde ayer.
Aquel interrogatorio era esperpentico. Ligero tomó aire y le preguntó de nuevo.
-¿A qué lo atribuye?, la tercera pregunta clásica por la que empieza un interrogatorio clínico.
-A que había que comer, yo no tengo estudios, estaba sola, en fin, a muchas cosas.
-¡Pero mujer, le estoy preguntando por su dolor!, conteste a lo que le pregunto. Ligero aumentó el tono de voz y la paciente reaccionó, pero sólo a medias.
-Bueno, ser puta también duele, pero la barriga me hace daño después de haberme comido un bocadillo de garbanzos. No, Virtudes no era una paciente convencional. Su físico no estaba de acuerdo con su edad. Su juventud y su rostro que alguna vez fue infantil se ocultaba tras unas arrugas tempranas.
-¿Es una comida habitual?.
-En el arcén es difícil hacerse un guisado, ¿no le parece?. La cruel ironía de Virtudes asomó sin pudor. Las largas horas que pasaba en la carretera esperando a sus clientes habían deteriorado su rostro y el licenciado Ligero no la reconoció.
Al tenderse en la camilla su cuerpo pálido y delgado mostraba múltiples pinchazos que como heridas de guerra tatuaban su piel transparente.
-¿Qué tiene aquí?.
-Nada, contestó.
El licenciado Ligero sabía que la heroína lo iba arrasando todo a su paso como una ola asesina que acabaría con parte de la juventud de una generación que no se recuperó.
-Le puedo indicar un lugar para tratarla de su adicción.
El médico sabía de lo que hablaba. Cuando África lo abandonó regresó a la península con lo puesto. A sus sesenta largos años estudió farmacia para sacar a su familia a flote y en dos años consiguió titularse como farmacéutico, pero no tenía el dinero necesario para abrir una farmacia. La droga empezaba a hacer estragos en los adolescentes y sabiendo que un famoso laboratorio había patentado la metadona intentó sintetizarla de forma más económica. Lo consiguió en la cocina de su casa y ofreció el método, mucho menos costoso, al laboratorio. Las veladas amenazas de la corporación farmacéutica lo hicieron desistir y empezó a hacer guardias en pequeños ambulatorios de barrio hasta que recaló por fin en un pequeño hospital.
Ligero había apretado un gatillo que disparó a bocajarro una realidad en la que como en un espejo, sin mentiras, Virtudes se vio de repente sin máscara y tan frágil como cuando apareció sangrando cuatro años antes.
-Lo que me tenía que tratar es el dolor de barriga, dijo con voz dura y antes de que Ligero pudiera responder Virtudes se levantó y vistiéndose rápidamente salió de la sala.
El licenciado Ligero no la vería nunca más...

lunes, 8 de febrero de 2010

Virtudes.



A las dos de la madrugada el sueño buscaba abrigo bajo los párpados del estudiante que repasaba abstraído los apuntes durante la guardia. Alguien llamó a la puerta de urgencias y Maite, la auxiliar que doblaba gasas en la mesa de la consulta se levantó para abrir la puerta mientras le daba un golpe cariñoso al estudiante indicándole que avisara a Ligero.
Ligero solía acostarse muy tarde. La ulcera que padeció durante toda su vida había cerrado la salida de su estómago casi por completo lo que le obligaba a vaciarlo mediante lo que llamaba "sus abluciones", en las que tragaba una sonda que aliviaba la distensión que le producía una pobre alimentación a base de líquidos y algún fruto seco con los que pasaba la guardia de los domingos.
El muchacho salió hacia la habitación de guardia. Mientras recorría el pasillo iba pensando en las trenzas brunas de Maite, una mujer adolescente que tenía la edad en la que pecar no era un pecado sino una necesidad. Envidiaba su lucidez, nacida de la lucha diaria por sacar la cabeza a respirar entre tantas otras que intentaban lo mismo, no equivocarse en el breve lapso de tiempo al que llamamos vida, un espacio donde se guarda sin orden y mal etiquetado todo lo que nos puede suceder y en el que los sueños y la realidad nunca se encuentran en el mismo estante.
Cuando llegó ante la habitación de Ligero, llamó levemente.
Tras la puerta, apoyada en el umbral, Maite se encontró con una niña pálida y tras ella y algo separado, un hombre mayor a quien interrogó con la mirada invitándole a pasar pero él, con un gesto de aprensión, contestó sin palabras que prefería quedarse en la sala de espera.
Desde el interior de la habitación Ligero invitó a pasar al estudiante. Sobre la mesa de la estancia se inclinaba escribiendo en varios colores sobre cuartillas de papel cuadriculado.
-Acérquese, necesito su opinión.

-¿Qué te pasa?, preguntó la auxiliar a la niña.

-Me ha venido la regla y estoy muy mareada.

El estudiante reconoció aquellos apuntes. Ligero pasaba en limpio las notas que tomaban sus dos hijos en la facultad de medicina para ayudarles en los estudios. Aquel hombre pequeño aprovechaba los escasos períodos de descanso en la guardia para ello. Sus dibujos de anatomía eran precisos y preciosos, los de patología meticulosos y ordenados. Ya hubiera querido el estudiante una ayuda como aquella.
-¿Qué le parecen?.

-Tengo envidia de sus hijos Doctor Ligero. Son unos apuntes increíbles. Lástima que yo no los pueda aprovechar. Debería haberlo conocido hace unos años.

Tendiendo a la niña en la camilla Maite le preguntó por su acompañante.
-¿Es tu padre?.
-No.
-Desnudate y ponte esta bata.
-Me tendrás que ayudar no me encuentro bien, dijo con voz apagada.
Maite la acostó fijándose en la ropa interior empapada de sangre.
Le tomaba la tensión cuando Ligero entró en la sala de urgencias seguido por el estudiante.
-¿Qué hay?, preguntó Ligero.
La auxiliar lo miró preocupada y el licenciado Ligero se acercó a la niña.
-¿Cómo te llamas?.
-¿Qué te pasa?.
-Me ha venido la regla, me duele la barriga y estoy mareada.
-¿Te había pasado antes?.
-No.
Ligero levantó la bata blanca de la niña que había empezado a mancharse de sangre. Maite retiró su ropa interior y el médico le preguntó.
-¿Donde está el niño?.
-¿Qué niño?, dijo la cría con un hilo de voz.
-El que acabas de tener.
-Yo no puedo tener ningún niño, estoy soltera, contestó Virtudes inocente.
-Virtudes lo que hay aquí es un cordón umbilical y todavía debes tener la placenta dentro, dinos donde está el niño para poder ayudarte cuanto antes. Si te has desecho de él estás incurriendo en un delito y debo dar parte al juez.
La niña comenzó a llorar despacio y mientras hipaba le contaba a Ligero con voz entrecortada que lo había tirado a una alcantarilla.
-Maite, ¿ha venido acompañada?.
La auxiliar fue rápidamente hacia la puerta de la sala de espera. No le sorprendió encontrarla vacía, salió hasta el pasillo exterior donde aparcaban las ambulancias pero no había nadie.
Virtudes no sabía que aquella noche los reveses y los quebrantos tejerían una manta tóxica con la que abrigaría sin consuelo ni calor su vida.
-Llama al quirófano y avisa al ginecólogo y al anestesista de guardia y pide una analítica con su grupo sanguíneo, pediremos sangre, ordenó Ligero.
Mientras Maite y el estudiante se repartían el trabajo llamó el anestesista.
-Me voy a dormir, dijo desde la cama, ¿hay algo?.
-Sí, vaya al quirófano, tenemos un legrado, contestó Maite.
-Vaya, resopló el galeno, con el sueño que tengo. Ahora subo.
Maite y el estudiante, a falta de camillero en aquella pequeña clínica, subieron a la niña al quirófano encontrándose en el ascensor con el anestesista gruñón.
-El legrado ¿es para ella?, dijo señalando a Virtudes y dirigiéndose con la mirada al estudiante quien asintió.
-Pues no contéis conmigo, es una menor y hay que dar parte al juez. Maite me lo tendrías que haber dicho antes de levantarme. Me voy a la cama.
Se abrió la puerta del ascensor y apareció Ligero que los esperaba en el pasillo.
-Vamos, ya tenemos al ginecólogo esperando.
-Mira Ligero, yo a esta niña no la voy a anestesiar. Es una menor y nadie me ha dicho nada, así que hasta mañana.
La puerta del ascensor se cerró tras la camilla y el anestesista desapareció camino de su habitación. Ligero no lo podía creer, aquella niña se desangraba y el anestesista se iba a dormir.
Entraron al quirófano donde esperaba una comadrona y el ginecólogo. Tendida en la mesa de aquella fría sala Virtudes parecía más pequeña, más niña, más sola de lo que estaría el resto de sus días.
Subieron la sangre e iniciaron la transfusión mientras Ligero llamaba a una ambulancia para trasladar a la pequeña. Cuando colgó el teléfono hasta los hados más benevolentes se pusieron en contra de Virtudes y de repente se fue la luz. No fue un corte de luz cualquiera, toda la región se quedaría a oscuras durante horas y las espaldas de Maite y del estudiante lo recordarían siempre. Entre los dos bajaron cuatro pisos por las escaleras a la pequeña en una silla hasta la sala de urgencias donde la recogió una ambulancia que la trasladó a un hospital más grande.
A lo lejos se oía la sirena de la ambulancia cada vez más distante y una sensación de vacío se posó silenciosa como una nevada en el estómago de los tres cuando empezó a llover de nuevo...





lunes, 1 de febrero de 2010

Adosados.


Adosados en venta.


Por crisis inmobiliaria se venden a buen precio en urbanización con todos los servicios.


Vecinos tranquilos, buenas vistas, soleados y equipados con lo necesario.


Zonas comunitarias con agua, cesped y flores.


Calles interiores de la urbanización sin circulación de vehículos.


Vigilantes de 10 a 18 horas.


Necesitan reformas.


Sin inquilinos a desalojar.












miércoles, 27 de enero de 2010

Todo un hombre...

Está a punto de cumplir tres años. Después de haberse parado frente a tres escaparates se vuelve y le dice a su abuela.
-Yaya, no más tiendas.
Se ha subido a su coche y apoyando la cabeza en el respaldo se ha puesto a dormir.
Tiene la misma alergia a las tiendas que su abuelo. No puede negar que ya es todo un hombre.

viernes, 15 de enero de 2010

De hombres y de mujeres...

Mosén Flo.

-Ave María Purísima.
-Sin pecado concebida.
Después de tantos años aquellas palabras se habían tatuado en su memoria más lejana saliendo mecánicamente de sus labios sin necesidad de pensar en ellas. Ya no recordaba todas las plegarias que había aprendido y recitado cuando era pequeño sin conocer su significado.
El ambiente de la iglesia no había cambiado. Seguía siendo oscuro y opresivo con pesados aromas de velas encendidas que paulatinamente iban siendo sustituídas por maquinas de monedas que encendían lamparillas eléctricas. Los tiempos estaban cambiando a pesar de que el mosén persistía en sus ataques hacia todo aquel que no siguiera su doctrina. Como el médico, que arrodillado al otro lado del confesionario le había contestado a aquella formula tan antigua como incomprensible a través de la pequeña ventana enrejada.
La voz grave del hombre no le era ajena a pesar de no verlo por la parroquia. De hecho era la primera vez que acudía en confesión y el cura estaba sorprendido. Pensaba que por fin habían hecho mella los sermones en los que ponía en evidencia, ante las pocas mujeres que participaban en los oficios religiosos con una fe rutinaria y sin altibajos, a aquel coleccionista de suegras y de hipotecas como se definía el galeno.
Aquel pecador conspicuo e irreductible parecía acogerse en el redil de los arrepentidos. No podía negar que su poder como médico del pueblo le estaba quitando protagonismo ante sus cada vez más escasos feligreses. La palabra divina iba cediendo ante una ciencia racional que todo lo explicaba sin necesidad de dogmas irrenunciables, de fes oscuras o de apocalípticos sermones.
Mosén Flo estaba contento. Pensaba que había conseguido su pieza más preciada, un valioso móvil para atraer a los que rodeaban en el pueblo a aquel personaje tan carismático. Sus abundantes y fofas carnes temblaron como un flan cuando las empezó a acomodar en su asiento para oír la confesión del pecador.
-Mosén, confiese que ha pecado.
-Cuenta, hijo cuenta.
-Le he pedido que confiese que ha pecado, repitió.
Las palabras salpicaron de asombro el gesto de Mosén Flo que pareció no haber entendido.
-Pero esto es una acusación y no una confesión.
-Eso es. Veo que ya me ha entendido.
-¿Cómo te atreves a acusarme así precisamente tú? un mujeriego sin pudor ni vergüenza.
El médico, harto de los desvaríos místicos y de los movimientos del cura para desacreditarlo había decidido poner fin a sus desmanes de sacristía y crucifijo.
-Mosén, ¿conoce Casa Rita?.
La sangre que teñía con tonos violáceos las mejillas del cura desapareció hacia otros lugares de su anatomía y su rostro adquirió un tono céreo que combinaba bien con los cirios pascuales del recinto.
Casa Rita era una casa de citas a la que el cura acudía puntualmente los miércoles después de misa de doce. Lejos del pueblo nadie sospechaba de la rijosidad de aquel azote de pecadores que ahora intentaba encontrar una solución para salir de aquella hecatombe de la forma más digna posible.
-Las mujeres, ya sabes, hijo. Soy humano, balbuceó sin convicción sabiéndose perdido.
Pero Marianillo, el andrógino efebo que en casa Rita consolaba unas veces la entrepierna y en otras la retaguardia del orondo pecador, como sopla nucas o besa almohadas según se terciara, no era una mujer y cuando Mosén Flo escuchó su nombre en los labios del galeno claudicó.
Su generosa anatomía, ahora sin control pues había perdido el conocimiento, se deslizó del asiento hasta el suelo derramándose a través de la puerta del confesionario que se abrió incapaz de contener un cuerpo tan enorme.
El médico se levantó para ayudar al cura que al caer había empezado a recuperarse. Con no poco esfuerzo lo sentó en un banco del recinto y le susurró.
-Su penitencia voy a ser yo por lo que no necesitará rezar nada. Pero como acto de contrición le impongo que deje de tocarme las narices a partir de ahora y para siempre. Ah! y mantengase alejado de los críos que vienen a confesarse porque de lo contrario lo de Marianillo será el menor de sus problemas.
-Mosén, encantado de haberle confesado. Y levantandose del banco salió del recinto a seguir coleccionando suegras.