miércoles, 10 de junio de 2009

U.V.I.

Los tiempos estaban cambiando de forma vertiginosa. La ciudad extendía sus límites a expensas de las pequeñas huertas que iban cayendo una a una bajo el poder de la especulación. Los payeses, ya mayores, tenían hijos que no pensaban en pasar las mismas penalidades que sus padres y estos sucumbían ante un dinero fácil y deslumbrante que parecía solucionar su vejez aunque en algunos casos acabó siendo un espejismo. El ladrillo, como una mancha de aceite, se derramaba por la periferia de la ciudad arrastrándolo todo a su paso. Sólo el mar fue una frontera sólida ante aquel avance imparable.
Los días de la inmigración interior habían pasado y el tiempo terminó limando sus roces más ásperos. Ahora, casi veinte años después, la inmigración exterior iba llenando el paisaje urbano y rural de gentes de otro color que buscaban un dorado particular que los sacara de la indigencia vital a los que les había sometido la colonización salvaje de un continente al que todavía se le debe mucho. Personas que como Fatoumata y su marido Blancanieves, empezarían trabajando en el campo y acabaron integrándose en la actividad fabril de la pequeña capital de comarca.
Tanto recién llegado condicionaba la demanda de servicios con los que atender a una población que pedía trabajo, vivienda, estudios, salud. En resumen, gentes que querían algo tan elemental como vivir con dignidad.
Uno de aquellos servicios fue la primera U.V.I., de la comarca. En uno de los dos centros sanitarios de los que disponía la ciudad se había inaugurado recientemente una gran sala equipada con lo último en tecnología. Dadas las carencias sanitarias entonces, cualquier avance parecía insuperable, pero con el paso del tiempo nos fuimos dando cuenta de su precariedad siendo conscientes del tercermundismo que habíamos padecido en este país y que tardaría décadas en subsanarse.
Rosario estrenó sus recién acabados estudios de enfermería en aquella unidad por la que pasaron las autoridades pertinentes para cortar la cinta y hacerse las oportunas fotos de rigor. Abundaban en aquellas instantáneas los finos bigotes, las chaquetas claras y las orondas barrigas de unos políticos y militares a los que quedaban pocos meses para su relevo, aunque visto desde la distancia que da el tiempo, alguno de ellos no se marchó nunca, tan sólo cambió su vestuario y acomodó sus posaderas en otros sillones de más alcurnia.
Siempre les acompañaba el señor Chornet, un antiguo anarquista durante la guerra civil que cambió de chaqueta en cuanto los nacionales entraron en la ciudad y se arrimó a los militares que tomaron las riendas del centro sanitario, en donde llegaría a ser gerente. Pero el tiempo y sus tejemanejes con el dinero de la entidad y las estafas a la seguridad social obligarían a intervenir a la guardia civil que tomó la clínica como si de un operativo militar se tratara y el anciano chorizo dio con sus huesos en la cárcel, aunque su avanzada edad le salvó in extremis de ella.
Aquella enfermera joven y dispuesta no era muy alta. De rasgos algo toscos pero suavizados por su juventud, era simpática y muy cariñosa con los pacientes de la unidad a los que atendía con mimo, como sigue haciendo treinta años después.
Los enfermos solían pasar pocos días en la sala. La mayoría tomaba el camino hacia la morgue pues entraban en la unidad muy deteriorados. Pero los que salían, pasaban a saludar a Rosario cuando les daban el alta.
Uno de los primeros pacientes de la recién estrenada U.V.I., fue uno de aquellos payeses a los que el ladrillo desplazó de sus huertas. El dinero de sus tierras se había repartido entre sus hijos que acabaron internándolo en una residencia de ancianos, pues Eulogio acababa de cumplir noventa años. Hasta el último día había labrado sus parcelas con ayuda de alguno de los africanos que empezaron a trabajar en el campo cuando llegaron a la comarca. La tristeza de verse desplazado al asilo dañó su corazón e ingresó con un infarto en la unidad.
Era un payés de los de antes. De piel surcada por las grietas con las que el tiempo y el sol adornan los rostros como si fueran un reflejo de los campos que cuidaron siempre. A veces incluso más que a su propia familia. Estaba sólo, su mujer la había abandonado hacía más de treinta años cansada de la precariedad de su vida y de las divergencias que Eulogio siempre tuvo con sus hijos.
Rosario tenía una ternura especial por los pacientes mayores y a Eulogio lo trataba con mucho cariño. A pesar de las dimensiones de la sala, el espacio entre las camas era limitado dada la cantidad de aparatos, sueros y monitores que rodeaban a cada paciente.
El anciano Eulogio miraba con ojos algo más que tiernos las contundentes nalgas de Rosario cada vez que ésta pasaba por delante de su cama.
-Ten cuidado, le había dicho Dolores. En cuanto te despistes te tocará el culo. No te quita ojo.
Rosario ya se había dado cuenta, pero su juventud y sus reflejos habían evitado las manos del anciano en más de una ocasión al tiempo que le reconvenía su actitud. Eulogio hablaba poco pero sus ojos inquietos lo decían todo. Afortunadamente al anciano lo delataba el monitor que controlaba su corazón. El menor intento de acercarse a la retaguardia de Rosario alteraba su ritmo cardíaco y los pitidos de alarma ponían en aviso a la enfermera de sus intenciones y del peligro que corría el anciano con aquellos infructuosos escarceos.
De vez en cuando aparecía una de sus hijas preguntando por él y tras recibir la información sobre su estado pasaba a verlo dándole un beso al que Eulogio siempre respondía con un gruñido.
El licenciado Ligero, atraído por la novedad, pasaba de vez en cuando a la unidad para hablar con Dolores, la médica joven cuyo turno solía coincidir con él, quien le explicaba extasiada los avances tecnológicos que había en la sala. Ligero observaba maravillado que el futuro estaba allí, contemplándolo desde las líneas verdes de aquellos monitores que con sus sonidos y luces daban fe de la vida de los pacientes a quienes estaban conectados.
Quizás por la cercanía que da la edad, Eulogio sólo hablaba con Ligero.
-Digale a Rosario que se acerque. Le quiero decir una cosa, y como un crío travieso se reía pensando en el momento.
-Eulogio, le oigo desde aquí, digame lo que quiere, contestaba Rosario al tiempo que deshacía los planes del anciano.
Una tarde, tras la visita de la hija de Eulogio, el paciente de la cama vecina sufrió una arritmia severa que obligó a desfibrilarlo.
Rosario acudió con rapidez e inició las maniobras para su recuperación trasteando con aparatos y modulando dosis de medicamentos en goteros automáticos para superar la crisis por la que pasaba el enfermo.
Eulogio vio la oportunidad para palpar las contundentes nalgas de la enfermera que ocupada con la crisis había descuidado su trasero. Eulogio sacó la mano con cuidado de la cama y haciendo presa en Rosario comprobó la dureza de aquella carne mientras una sonrisa se dibujaba en su cara. Lo había conseguido.
Una verde línea continua apareció en el monitor que empezó a emitir un pitido constante indicando que el corazón de Eulogio había decidido pararse tras la última emoción de su vida.
Dolores y el resto del personal libre iniciaron las maniobras de resucitación mientras alguien avisaba a la hija, pero Eulogio no despertó. Alguien tenía que dar la noticia a la familia y Dolores le pidió a Ligero que le hiciera ese favor pues ella seguía ocupada con el otro enfermo que había recaído tras el paro del anciano.
Ligero observó a Eulogio y hubiera jurado que el rictus de su boca recordaba vagamente a una pícara sonrisa.
Pasó al despacho donde atendían a los familiares y esperó a que la hija, que no había salido todavía de la clínica, entrara para darle la noticia.
-He de comunicarle que su padre ha sufrido una crisis cardiaca y no se ha podido hacer nada por él. Hace un cuarto de hora que ha fallecido.
-Pero si acabo de hablar con él. Parecía estar bien. ¿Qué le ha pasado?
-Era muy mayor y su corazón después del infarto que padeció había quedado muy deteriorado.
-Doctor ¿ha sufrido mucho?
El licenciado Ligero ocultó con dificultad una sonrisa que luchaba por llegar a sus labios, pero era un buen profesional y con rostro compungido le dijo:
-No. Estoy seguro de que ha muerto feliz.

4 comentarios:

Nandín dijo...

Hermoso y tierno, como todos sus relatos. Gracias D.José Manuél.

jmdedosrius dijo...

Gracias Don Fernando, recuerdeme que este verano le pague unas sidrinas...
Salud.

Unknown dijo...

¡Que hermosa historia!.
Me demuestra que, incluso con la muerte como protagonista, puede llegar a ser hermosa.
Te estás superando, JM.

jmdedosrius dijo...

De vez en cuando recordamos la historia y siempre surge una sonrisa.
Salud.