viernes, 15 de enero de 2010

De hombres y de mujeres...

Mosén Flo.

-Ave María Purísima.
-Sin pecado concebida.
Después de tantos años aquellas palabras se habían tatuado en su memoria más lejana saliendo mecánicamente de sus labios sin necesidad de pensar en ellas. Ya no recordaba todas las plegarias que había aprendido y recitado cuando era pequeño sin conocer su significado.
El ambiente de la iglesia no había cambiado. Seguía siendo oscuro y opresivo con pesados aromas de velas encendidas que paulatinamente iban siendo sustituídas por maquinas de monedas que encendían lamparillas eléctricas. Los tiempos estaban cambiando a pesar de que el mosén persistía en sus ataques hacia todo aquel que no siguiera su doctrina. Como el médico, que arrodillado al otro lado del confesionario le había contestado a aquella formula tan antigua como incomprensible a través de la pequeña ventana enrejada.
La voz grave del hombre no le era ajena a pesar de no verlo por la parroquia. De hecho era la primera vez que acudía en confesión y el cura estaba sorprendido. Pensaba que por fin habían hecho mella los sermones en los que ponía en evidencia, ante las pocas mujeres que participaban en los oficios religiosos con una fe rutinaria y sin altibajos, a aquel coleccionista de suegras y de hipotecas como se definía el galeno.
Aquel pecador conspicuo e irreductible parecía acogerse en el redil de los arrepentidos. No podía negar que su poder como médico del pueblo le estaba quitando protagonismo ante sus cada vez más escasos feligreses. La palabra divina iba cediendo ante una ciencia racional que todo lo explicaba sin necesidad de dogmas irrenunciables, de fes oscuras o de apocalípticos sermones.
Mosén Flo estaba contento. Pensaba que había conseguido su pieza más preciada, un valioso móvil para atraer a los que rodeaban en el pueblo a aquel personaje tan carismático. Sus abundantes y fofas carnes temblaron como un flan cuando las empezó a acomodar en su asiento para oír la confesión del pecador.
-Mosén, confiese que ha pecado.
-Cuenta, hijo cuenta.
-Le he pedido que confiese que ha pecado, repitió.
Las palabras salpicaron de asombro el gesto de Mosén Flo que pareció no haber entendido.
-Pero esto es una acusación y no una confesión.
-Eso es. Veo que ya me ha entendido.
-¿Cómo te atreves a acusarme así precisamente tú? un mujeriego sin pudor ni vergüenza.
El médico, harto de los desvaríos místicos y de los movimientos del cura para desacreditarlo había decidido poner fin a sus desmanes de sacristía y crucifijo.
-Mosén, ¿conoce Casa Rita?.
La sangre que teñía con tonos violáceos las mejillas del cura desapareció hacia otros lugares de su anatomía y su rostro adquirió un tono céreo que combinaba bien con los cirios pascuales del recinto.
Casa Rita era una casa de citas a la que el cura acudía puntualmente los miércoles después de misa de doce. Lejos del pueblo nadie sospechaba de la rijosidad de aquel azote de pecadores que ahora intentaba encontrar una solución para salir de aquella hecatombe de la forma más digna posible.
-Las mujeres, ya sabes, hijo. Soy humano, balbuceó sin convicción sabiéndose perdido.
Pero Marianillo, el andrógino efebo que en casa Rita consolaba unas veces la entrepierna y en otras la retaguardia del orondo pecador, como sopla nucas o besa almohadas según se terciara, no era una mujer y cuando Mosén Flo escuchó su nombre en los labios del galeno claudicó.
Su generosa anatomía, ahora sin control pues había perdido el conocimiento, se deslizó del asiento hasta el suelo derramándose a través de la puerta del confesionario que se abrió incapaz de contener un cuerpo tan enorme.
El médico se levantó para ayudar al cura que al caer había empezado a recuperarse. Con no poco esfuerzo lo sentó en un banco del recinto y le susurró.
-Su penitencia voy a ser yo por lo que no necesitará rezar nada. Pero como acto de contrición le impongo que deje de tocarme las narices a partir de ahora y para siempre. Ah! y mantengase alejado de los críos que vienen a confesarse porque de lo contrario lo de Marianillo será el menor de sus problemas.
-Mosén, encantado de haberle confesado. Y levantandose del banco salió del recinto a seguir coleccionando suegras.

lunes, 14 de diciembre de 2009

El trilero.

Su mente vagaba por los recuerdos en ese momento que antecede al sueño más profundo. Un instante en el que las ideas más claras arañan el cerebro de forma intensa pero superficial. Entonces fue consciente de toda la experiencia que acumulaba. Una experiencia que no siempre utilizó bien.
Los sentimientos que afloraron se desbordaban en un río inagotable que fluía por los meandros de su memoria de forma tumultuosa arrollandolo todo a su paso.
Podía oír con toda claridad los gemidos de su abuelo que a duras penas se defendía de los martillazos con los que intentaban asesinarle.
O ver la silueta de su padre recortándose en el cielo malva del camino bordeado de cipreses mientras un gato arañaba sus pequeñas manos en el atardecer castellano.
Asomó también la voz de su madre desde la oscuridad del coma en el que estaba sumida desde hacía tanto tiempo que ya no recordaba si había sido alguna vez su madre.
Vio amanecer su soledad adolescente y el amor temprano de la mujer a la que quiso tanto y a la que tanto engañó en proporciones desiguales, sin causa ni perdón. Le había sustraído tantos abriles a su vida que hubiera tenido que nacer varias veces para compensarla por tanta pérdida. Una mujer dorada y tibia como una playa en septiembre, de una piel suave que le seguía erizando el vello de su pecho cuando la acariciaba. Cuantos abrazos le daría cuando despertara de aquella pesadilla. Los mismos que a su hijo, tan dulce como ella al que siempre mimaría para que olvidara sus ausencias y malhumor. Su hijo, tan sabio que había sabido perdonarle sin necesidad de hablar, que lo disculpó sin rencor, una palabra árida que no habitaba en su vocabulario, tan distinto de como él había sido con su padre. Aspero y ruin hasta la náusea.
Fue un trilero de sentimientos. A veces permitía que asomaran tan sólo para hacerlos desaparecer de inmediato de forma tan rápida y fugaz que ni él mismo era capaz de encontrarlos después y quienes los esperaban, desesperaban buscándolos en un juego inútil en el que siempre perdían a pesar de poner todos sus activos sentimentales sobre un tapete de emociones que acababan perdiéndose entre sus juegos de manos.
Cuando despertára, abriría los brazos para abarcarlo todo y a todos. Tendería manos y reiría con ellos y para ellos, contándoles un sueño del que todavía no quería despertar, no fueran a desaparecer aquellos sentimientos tan tiernos que lo envolvían con el calor de una manta. Tenía la claridad de una visión que parecía efímera pero que era más sólida que el tiempo y al fin despertaría del letargo vital en el que había sepultado su vida bajo los escombros del trabajo y la rutina.
Pero mañana sería muy tarde, pensaba, mientras caía en la cuenta de que los ataúdes se cierran por fuera y para siempre.

jueves, 26 de noviembre de 2009

Dos cerebros.



Esta es la clave de nuestras pequeñas diferencias...

jueves, 29 de octubre de 2009

De médicos y abogados.

-¿Le ha explicado su médico lo que le voy a hacer?
Sus ochenta y un años tendidos eran tan largos que sacaba los pies de la camilla.
-Pues sí, algo me ha dicho.
Le detallé el procedimiento y comprobando que lo había comprendido le di a firmar un documento en el que reconocía haber recibido las explicaciones. Tan sólo quedaba prepararlo todo.
-He usado mi firma falsa, dijo.
Sonreí y el ambiente se relajó un poco.
Mientras me ponía los guantes oí que carraspeaba.
-Oiga doctor, ¿le puedo hacer una pregunta?.
-Claro, usted dirá.
-Ya que estoy aquí me podría mirar este grano de la oreja y darme un tajito con el bisturí para sacármelo.
-Pues no. Yo sólo le voy a poner un tubo en el hígado. Lo que tiene usted en la oreja se lo tiene que ver su médico.
-Pero ¿no es usted médico?
-Sí, pero soy radiólogo y me dedico a hacer otras cosas. Cada médico tiene una especialidad y sabe de ella. Usted ¿en qué ha trabajado?, le pregunté.
-Yo no he trabajado en mi vida, contestó. Bueno soy abogado, dijo con sorna.
-Vaya, cuando termine le contaré un chiste de abogados, aunque supongo que se los sabrá todos.
El tubo entró en su sitio y empezó a drenar lo que debía.
-Ya he terminado, ahora procure no trastear este tubito para evitar que se salga de su sitio.
-No se preocupe doctor, seré bueno. Palabra de abogado. Ya sé que no es de fiar pero a mi me ha servido. No se vaya sin contarme el chiste.

Un médico americano muy mayor, con una enfermedad incurable y en el último de mes de su vida, llama a su abogado y le dice.
-Oye, ¿cuanto me costaría sacar la licencia de abogado?
-Pues no sé, tendré que consultarlo. Pero ¿para qué quieres una licencia de abogado?
-Tu sólo tienes que conseguírmela, cueste lo que cueste y rápido, no me queda mucho tiempo.
Al cabo de unos días el abogado vuelve a ver a su cliente.
-Mira John te va a costar mucho dinero.
-No importa, quiero la licencia de abogado.
-Pues prepara un millón de dolares y en una semana la tendrás.
John le extiende un cheque y se lo da.
El abogado aparece en unos días con la licencia bajo el brazo y se la tiende al enfermo.
Desde la cama John alarga el brazo y toma la licencia, la lee y sonríe satisfecho.
-¿Ahora me dirás para qué querías la licencia?, le pregunta el abogado.
-Verás, ahora soy abogado.
-Sí, tienes la licencia de abogado, le contesta el picapleitos.
-Y, ¿sabes que pasará cuando muera?.
-No, contestó.
-Habrá un abogado menos, dijo sonriendo.

Se ha reído con ganas. Este no se lo sabía.

lunes, 28 de septiembre de 2009

Euflosina.

Euflosina Braga y Urcisinio Trapote no se conocían pero el azar, como un amigo común, los uniría fugazmente.
Euflosina acudía de vez en cuando a la mercería de Pepeta, la mayor parte de las veces para charlar en la tertulia espontánea que siempre se formaba en la pequeña tienda a la que todas acudían con la excusa de comprar alguna menudencia. Todas hablaban a la vez convirtiendo el local en un lugar ruidoso donde espantaban los fantasmas de una época sorda y gris. Los maridos, los hijos, la casa y sus penurias quedaban atrás de la puerta de un local que en ocasiones hacía las funciones de un confesionario en el que afloraban soledades, deseos y envidias, tejiendo un ambiente a veces opresivo que se acentuaba por la escasa iluminación del lugar.
Euflosina era joven pero su soltería le empezaba a pesar, sobre todo por los comentarios de las contertulias más mayores de la mercería. Queriendo ser ocurrentes, volcaban sobre ella sus propias frustraciones construyendo un profundo nicho de convencionalismos en la que todas estaban enterradas y donde ella acabaría también si no lo remediaba. No era fea pero su cuerpo bajo y rechoncho daba pie a bromas y comentarios en aquel círculo de Walpurgis.
-Euflosina, se te va a pasar el arroz si no espabilas.
-Euflosina, deja las golosinas.
Y Euflosina les reía las crueldades mientras un acibar amargo la corroía interiormente.
-Ya vereis cuando lo pesque, pensaba, os vais a morir de envidia.
Las amigas más jovenes la llevaban a fiestas con la nunca oculta intención de conseguirle un novio y de paso divertirse a su costa. Euflosina rechazaba a aquellos petimetres cuando alguno de ellos bajaba la mano desde su cintura buscando el contacto de unas nalgas que siempre eran inaccesibles.
-Sube las manos Eulogio si no quieres que chille ahora mismo. Y Eulogio desistía dada la potencia de la voz de aquella mujer, nada acorde con su tamaño.
El carácter de Euflosina Braga impedía cualquier acercamiento que no llevara detrás un marchamo de vicaría. Su virginidad valía mucho y no la ofrecería a cualquier muerto de hambre. Ella quería un hombre de verdad.

Urcisinio Trapote, guapo, alto, espigado y de cabello azabache y engominado, era el terror de aquellas vírgenes obligadas por los convencionalismos de aquellos años. Más de una ocupaba sus sueños y afanes con la figura de aquel hombre que rezumaba hormonas cada vez que giraba su cintura buscando con su actitud la mirada de aquellas hembras.
-Euflosina, nos vamos de guateque este domingo, le dijo Eudocia Salvatierra, animate.
-No vendrán los mismos de siempre, Adela me ha comentado que hay un joven guapisimo que ha prometido venir.
Eudocia había tramado un plan con Urcisinio.
-Mira Urcisinio, tienes que seducir a Euflosina. Le pone pegas a todos y se va a morir sin conocer varón, hazme este favor y de paso se lo harás a ella. La pobre se va a quedar como una pasa y nadie podrá remediarlo. Te va a ser difícil porque ha dado calabazas a todos pero intentalo.
-Anda, que si eres bueno, yo lo seré contigo.
Eudocia era algo casquivana y sabía que Urcisino sólo necesitaba que alguna de aquellas mujeres se insinuara para pasar a la acción sin dilaciones.

-Pero que hombre, pensó Euflosina, ¿donde ha estado estado todo este tiempo?, y estas lagartas sin presentármelo antes.
Urcisinio se acercó y le pidió un baile. Sin esperar la contestación la tomó de la mano envolviéndola en un abrazo seductor, mientras Euflosina sentía que las piernas le fallaban.
Los pasos de baile la transportaron a una dimensión desconocida. El aroma de aquel hombre la embriagaba sin remisión.
Los brazos de Urcisinio fueron aproximándola a su cintura después de un corto forcejeo con el que Euflosina intentaba no caer rendida ante un hombre como aquel. Pero cedió sin mucha insistencia notando en sus carnes un frenesí indescriptible cuando los dedos pinceles de aquel macho bajaban hacia su nalgas.
Urcisinio aproximó su cara a la de Euflosina y le susurró al oído.
-Quiero estar contigo en otro sitio, aquí no estamos cómodos.
Euflosina claudicaba. Un temblor imperceptible movía sus labios como si los aventara un vendaval de deseo que sólo él podría calmar.
Por fin se hacían realidad sus sueños. Le daría en los morros a aquella ruidosa marabunta que tanto se había reído a su costa. Ahora sabrían quien era Euflosina Braga.
Tras esos pensamientos se acordó.
-No puedo ir contigo Urcisinio.
-¿Porqué?, creí que te gustaba.
-Me gustas, pero no puedo ir contigo.
A Euflosina Braga nunca le había gustado su apellido. Pero aquella noche llegaría a odiarlo para siempre. Mientras pensaba donde la llevaría Urcisinio se acordó de repente de sus bragas. Mejor dicho, del gran orificio que tenían sobre su nalga izquierda. Con las prisas y sin pensar en lo que iba a dar la noche de sí había decidido ir con aquella maltrecha prenda interior. De ninguna manera dejaría que un hombre como aquel la viera así.
-No puedo ir contigo, repitió. No puedo, y salió del local con la cabeza y la dignidad muy altas.
-¿Qué ha pasado?, pregunto Eudocia al sorprendido Urcisinio.
-Tenías razón. Esta mujer es muy dura. Creí que no habría problemas con ella, pero en el último momento ha dicho que no. Vaya entereza. Es la primera que se me resiste.

Pepeta nunca supo la razón que llevaba a Euflosina a la mercería para comprarse unas bragas nuevas cada semana hasta que, soltera y virgen, murió unos años después.

miércoles, 23 de septiembre de 2009

Sin palabras...

Padre: ¿Qué es eso?.

Hijo: Un gorrión.

P: ¿Qué es eso?.

H: Un gorrión padre.

P: ¿Qué es eso?

H.: UN GORRION, PADRE, UN G O R R I O N.

P: Lee en voz alta.

H: Hoy mi hijo más joven, quien hace unos días cumplió tres años, se sentó conmigo en el parque cuando un gorrión se paró enfrente de nosotros. Mi hijo me preguntó 21 veces que era eso y las 21 veces le respondí que era un gorrión. Lo abracé cada vez que me preguntaba lo mismo una y otra vez sin enojarme y sentí cariño por mi pequeño niño inocente.