domingo, 15 de febrero de 2009

Poto-Poto.





Moisés esperaba impaciente al otro lado de la puerta tras la que se escuchaban los gemidos de su mujer acuclillada en el suelo. También oía las palabras de aliento con las que intentaba consolar sus dolores una comadrona tan vieja y arrugada como la tierra. Hacía horas que esperaba el nacimiento de su primer hijo y estaba agobiado por el calor del mediodía ecuatorial y la incertidumbre del acontecimiento. Nacería su hijo, un pequeño que ya no pasaría por todo lo que él había pasado.

Le debía mucho al licenciado Ligero. Por aquel entonces Ligero ya no ejercía de médico. Se había aposentado como productor de cacao y apartado de la medicina. Sus tierras le daban para vivir bien sin tener que asumir tanta responsabilidad y tan sólo visitaba de compromiso a alguno de los colonos si se lo pedía, pero afortunadamente no le molestaban mucho. Además la enfermedad de su hermano, postrado en cama por una rara afección y a quien cuidaba desde hacía más de diez años lo deprimió alejándolo de los enfermos y sus dolencias. En la colonia había buenos médicos y así no tenía que preocuparse nada más que de su familia, una mujer joven y guapa y de dos pequeños que crecían y jugaban con libertad y alegría.

Moisés era el hijo de una de sus trabajadoras, un muchacho espabilado de ojos grandes y curiosos que siempre demostró una viva inteligencia. Cuando terminó sus estudios secundarios Ligero le había gestionado las becas y ayudas para que Moisés estudiara en la facultad de Derecho en Madrid. Ahora era abogado y tenía un modesto bufete en Malabo. Sus clientes eran pocos pero esperaba que aumentaran con el tiempo.

La frente de Moisés estaba empapada de sudor y se acordó de los inviernos en Madrid, del aire que cortaba su piel africana como una lanza. De los paseos bajo los soportales de la Plaza Mayor con sus compañeros de estudios, riendo, gritando y entrando de bar en bar comiendo todo lo que se le ponía a tiro. Los estudiantes siempre tienen hambre.
Moisés les acompañaba en pocas ocasiones pues su presupuesto era escaso pero cuando salía con ellos disfrutaba como uno más aunque se recogía temprano, había que estudiar y volver cuanto antes a su país donde le esperaba Enoâ, una mujer que parecía una escultura de ébano, de piel suave y bruñida por el roce de sus caricias. Una mujer en la que penetró una tibia noche de otoño tras intercambiar las palabras justas para que ambos supieran que no necesitaban palabras, llenando sus silencios de gemidos y abrazos, de sangre y humedad, de violencia y ternura que con el paso del tiempo se habían convertido en aquel niño que tardaba tanto en nacer y que saldría al mundo como él entro en ella, con violencia, humedad, ternura y sangre en un círculo vital que perpetúa al hombre desde que está sobre la tierra.

Ligero se había ofrecido para atender el parto de la mujer. Su experiencia le había enseñado que las comadronas locales no cumplían los requisitos mínimos de higiene pero Moisés era un bubi y no aceptó el ofrecimiento. Cumpliría con los rituales como había hecho su padre antes con él y el padre de su padre y así durante generaciones. Ligero sabía a qué se refería y esperaba que sus estudios lo hubieran vacunado contra aquellas costumbres que tanta mortalidad provocaban en los recién nacidos.

A Moisés le había podido el sueño y dormitaba cuando lo despertó un último grito que no pudo silenciar el llanto suave de su hijo, tan intenso después que llenó el aire y la luz de la tarde. La anciana salió de la habitación con un niño en su regazo y lo puso en los brazos de su padre. Asomado a la puerta de la cabaña Moisés contempló con espanto que Enoâ yacía rodeada de sangre y líquidos del parto. Estaba exhausta pero sonreía por fin. El cordón umbilical colgaba del abdomen del niño. Moisés salió con el pequeño fuera de la cabaña y agachándose tomó un poco de poto-poto* de la calle que aplicó sobre el ombligo del recién nacido. De nada habían servido sus estudios y su estancia en la península. Las costumbres eran más poderosas que la razón.

Días después el licenciado Ligero acompañó a Moisés y a Enoâ al cementerio. El pequeño murió de tétanos como tantos otros.
El esfuerzo de muchas personas por erradicar la pobreza y la ignorancia se perdía ante aquel pueblo sometido a la dictadura de su cultura.

Con el paso del tiempo fue asomando los dientes otra dictadura aún peor por el horizonte del licenciado Ligero que terminaría marchándose de África sin remedio ni nostalgia.

Pero esa fue otra historia.

*barro.

10 comentarios:

Anónimo dijo...

Dice un refrán que no hay más ciego que el que no quiere ver...
¿De que sirve mostrar la verdad cuando nos empeñamos en tradicionales mentiras?. De la muerte del niño, como de tantas otras cosas que, pudiendo ser evitadas, por ignorantes creencias, basasadas la mayoría en las puñeteras religiones, la culpa ha de cargar con más peso en aquel al que se le muestra la verdad y lo niega. Ójala fueran tan contrariamente reaccionarios con sus costumbre trivales, como la mayoría de los exfumadores con los que todavía fuman.
Un abrazo

Unknown dijo...

Alguien me dijo hará ya tiempo que no "salvemos" a nadie.
Por suerte ó por desgracia nadie se deja ayudar, salvo que lo tengan muy claro.

jmdedosrius dijo...

Dió usted en el clavo Don Fernando. La religión disfrazada de costumbre, o al revés, que tanto monta siempre fue un lastre para el desarrollo humano, amparándose en lo divino.
Le veo algo ex-fumador, Don Fernando, o ¿me equivoco?.
Salud.

jmdedosrius dijo...

A pesar de los avances de todo tipo siempre habrá alguien que los niegue con su actitud. Todo es fruto de la ignorancia y del orgullo mal entendido.
Ellos se lo pierden Don Luis.
Salud cincuentón.

Anónimo dijo...

Para mi desgracia, se equivoca D. José María...

Anónimo dijo...

Esta historia me hiere, me abre las carnes y el escozor que siento es terrible.
Afortunadamente soy mujer, blanca y europea, pero no soy ajena a las atrocidades que en nombre de la tradición o la cultura son sometidas otras personas en el mundo, mayoritariamente niñas, y es algo que me llena de impotencia y que calmo colaborando en pequeña medida en organizaciones pro-derechos humanos que es lo único que puedo hacer, a todas luces insuficiente.

jmdedosrius dijo...

En mi trabajo es un tema sensible, por mi relación con los pediatras del hospital y en particular con los que se dedican a atender a los inmigrantes. Hay mucho que hacer y pasará mucho tiempo antes de que puedan abrir sus ojos y su mente hacia planteamientos más ¿"civilizados"?. Lo digo entrecomillándolo porque nuestra civilización no es la suya y posiblemente nunca lo será.
Salud y no se sulfure, cambie el café por una tila o similar.

Skady dijo...

Me muero de la pena!!!!!!!!!
Creo que voy a dejar mi lectura por hoy... esta historia me ha dejado francamanete sobre-expuesta a un sinfín de sentimientos...

Es taaaaaan triste... joder...
Snif.
No hay beso. No porque no lo merezcas, porque el relato está soberbio... es solo que de tanto reprimir la lágrima que me asoma no me siento besucona... ya lo siento.

jmdedosrius dijo...

Ruego dispensen:
100 pasaditas cariñosas por el lomo de Covi, para su ánimo.
10 pañuelos de olor, para lágrimas y mocos.
1 caramelo de sabor a elegir, para el mal sabor que pudo quedar.
1 abrazo reconfortante.
Mezclese todo en dosis adecuada y apliquese generosamente varias veces al día.
En caso de duda no consultar al farmaceútico, no tiene ni idea.
Salud, mucha salud.

Skady dijo...

Sos un sol...