lunes, 8 de febrero de 2010

Virtudes.



A las dos de la madrugada el sueño buscaba abrigo bajo los párpados del estudiante que repasaba abstraído los apuntes durante la guardia. Alguien llamó a la puerta de urgencias y Maite, la auxiliar que doblaba gasas en la mesa de la consulta se levantó para abrir la puerta mientras le daba un golpe cariñoso al estudiante indicándole que avisara a Ligero.
Ligero solía acostarse muy tarde. La ulcera que padeció durante toda su vida había cerrado la salida de su estómago casi por completo lo que le obligaba a vaciarlo mediante lo que llamaba "sus abluciones", en las que tragaba una sonda que aliviaba la distensión que le producía una pobre alimentación a base de líquidos y algún fruto seco con los que pasaba la guardia de los domingos.
El muchacho salió hacia la habitación de guardia. Mientras recorría el pasillo iba pensando en las trenzas brunas de Maite, una mujer adolescente que tenía la edad en la que pecar no era un pecado sino una necesidad. Envidiaba su lucidez, nacida de la lucha diaria por sacar la cabeza a respirar entre tantas otras que intentaban lo mismo, no equivocarse en el breve lapso de tiempo al que llamamos vida, un espacio donde se guarda sin orden y mal etiquetado todo lo que nos puede suceder y en el que los sueños y la realidad nunca se encuentran en el mismo estante.
Cuando llegó ante la habitación de Ligero, llamó levemente.
Tras la puerta, apoyada en el umbral, Maite se encontró con una niña pálida y tras ella y algo separado, un hombre mayor a quien interrogó con la mirada invitándole a pasar pero él, con un gesto de aprensión, contestó sin palabras que prefería quedarse en la sala de espera.
Desde el interior de la habitación Ligero invitó a pasar al estudiante. Sobre la mesa de la estancia se inclinaba escribiendo en varios colores sobre cuartillas de papel cuadriculado.
-Acérquese, necesito su opinión.

-¿Qué te pasa?, preguntó la auxiliar a la niña.

-Me ha venido la regla y estoy muy mareada.

El estudiante reconoció aquellos apuntes. Ligero pasaba en limpio las notas que tomaban sus dos hijos en la facultad de medicina para ayudarles en los estudios. Aquel hombre pequeño aprovechaba los escasos períodos de descanso en la guardia para ello. Sus dibujos de anatomía eran precisos y preciosos, los de patología meticulosos y ordenados. Ya hubiera querido el estudiante una ayuda como aquella.
-¿Qué le parecen?.

-Tengo envidia de sus hijos Doctor Ligero. Son unos apuntes increíbles. Lástima que yo no los pueda aprovechar. Debería haberlo conocido hace unos años.

Tendiendo a la niña en la camilla Maite le preguntó por su acompañante.
-¿Es tu padre?.
-No.
-Desnudate y ponte esta bata.
-Me tendrás que ayudar no me encuentro bien, dijo con voz apagada.
Maite la acostó fijándose en la ropa interior empapada de sangre.
Le tomaba la tensión cuando Ligero entró en la sala de urgencias seguido por el estudiante.
-¿Qué hay?, preguntó Ligero.
La auxiliar lo miró preocupada y el licenciado Ligero se acercó a la niña.
-¿Cómo te llamas?.
-¿Qué te pasa?.
-Me ha venido la regla, me duele la barriga y estoy mareada.
-¿Te había pasado antes?.
-No.
Ligero levantó la bata blanca de la niña que había empezado a mancharse de sangre. Maite retiró su ropa interior y el médico le preguntó.
-¿Donde está el niño?.
-¿Qué niño?, dijo la cría con un hilo de voz.
-El que acabas de tener.
-Yo no puedo tener ningún niño, estoy soltera, contestó Virtudes inocente.
-Virtudes lo que hay aquí es un cordón umbilical y todavía debes tener la placenta dentro, dinos donde está el niño para poder ayudarte cuanto antes. Si te has desecho de él estás incurriendo en un delito y debo dar parte al juez.
La niña comenzó a llorar despacio y mientras hipaba le contaba a Ligero con voz entrecortada que lo había tirado a una alcantarilla.
-Maite, ¿ha venido acompañada?.
La auxiliar fue rápidamente hacia la puerta de la sala de espera. No le sorprendió encontrarla vacía, salió hasta el pasillo exterior donde aparcaban las ambulancias pero no había nadie.
Virtudes no sabía que aquella noche los reveses y los quebrantos tejerían una manta tóxica con la que abrigaría sin consuelo ni calor su vida.
-Llama al quirófano y avisa al ginecólogo y al anestesista de guardia y pide una analítica con su grupo sanguíneo, pediremos sangre, ordenó Ligero.
Mientras Maite y el estudiante se repartían el trabajo llamó el anestesista.
-Me voy a dormir, dijo desde la cama, ¿hay algo?.
-Sí, vaya al quirófano, tenemos un legrado, contestó Maite.
-Vaya, resopló el galeno, con el sueño que tengo. Ahora subo.
Maite y el estudiante, a falta de camillero en aquella pequeña clínica, subieron a la niña al quirófano encontrándose en el ascensor con el anestesista gruñón.
-El legrado ¿es para ella?, dijo señalando a Virtudes y dirigiéndose con la mirada al estudiante quien asintió.
-Pues no contéis conmigo, es una menor y hay que dar parte al juez. Maite me lo tendrías que haber dicho antes de levantarme. Me voy a la cama.
Se abrió la puerta del ascensor y apareció Ligero que los esperaba en el pasillo.
-Vamos, ya tenemos al ginecólogo esperando.
-Mira Ligero, yo a esta niña no la voy a anestesiar. Es una menor y nadie me ha dicho nada, así que hasta mañana.
La puerta del ascensor se cerró tras la camilla y el anestesista desapareció camino de su habitación. Ligero no lo podía creer, aquella niña se desangraba y el anestesista se iba a dormir.
Entraron al quirófano donde esperaba una comadrona y el ginecólogo. Tendida en la mesa de aquella fría sala Virtudes parecía más pequeña, más niña, más sola de lo que estaría el resto de sus días.
Subieron la sangre e iniciaron la transfusión mientras Ligero llamaba a una ambulancia para trasladar a la pequeña. Cuando colgó el teléfono hasta los hados más benevolentes se pusieron en contra de Virtudes y de repente se fue la luz. No fue un corte de luz cualquiera, toda la región se quedaría a oscuras durante horas y las espaldas de Maite y del estudiante lo recordarían siempre. Entre los dos bajaron cuatro pisos por las escaleras a la pequeña en una silla hasta la sala de urgencias donde la recogió una ambulancia que la trasladó a un hospital más grande.
A lo lejos se oía la sirena de la ambulancia cada vez más distante y una sensación de vacío se posó silenciosa como una nevada en el estómago de los tres cuando empezó a llover de nuevo...





3 comentarios:

Walter G. Greulach dijo...

Una situación limite, magistralmente decripta. Me bañe en tus letras amigo y sin dudas volveré a visitarte.
Un abrazo desde Miami...W.G.G

jmdedosrius dijo...

Bienvenido arquero de letras, estás en tu casa, por lo poco que he leído disparas bien las palabras.
Puedes venir cuando quieras así aprenderemos juntos, yo a escribir y tu a tirar con arco.
Salud.

Unknown dijo...

Uf. ¡Menuda historia!.
La verdad es que la he sufrido.
Es lo que tienen las urgencias...
Puedes encontrarte de todo.

Un saludo, Sr. arquero.