jueves, 3 de julio de 2008
Violeta.
jueves, 26 de junio de 2008
Otoño.
La pequeña sala de espera del servicio de urgencias era un bullicio de niños berreando a pulmón libre y de madres desesperadas, en un círculo vicioso que se cerraba con un sonoro cachete provocador de nuevos lloros y desesperación materna.
El delgado tabique que separaba la consulta de la sala donde esperaba aquella marabunta dominguera, transmitía los bramidos infantiles sin merma de intensidad, como si fuera de cartón.
Dentro, el licenciado Ligero examinaba a un anciano canoso, viudo y completamente sordo, algo desaliñado y corrido que buscaba con la mirada un sitio donde disimular su sonrojo mientras Ligero le hacía un tacto rectal, delante de una auxiliar, una enfermera y dos estudiantes de medicina a los que nos explicaba el resultado del concienzudo y humillante examen.
El anciano aquejaba molestias urinarias tras haber visitado a una conocida y también vieja alma caritativa que se ofrecía de alquiler a cualquier tipo que la invitara a un chocolate caliente.
El fragor del llanto de los mocosos en la sala de espera arreciaba, haciéndose irritable para todos.
Mientras exploraba al paciente, la mirada de Ligero se iluminó. Sacó el dedo del lóbrego y maloliente lugar y sin haberse quitado el guante todavía, me indicaba el pubis del abuelo mientras alzaba la voz.
-Mire, mire como corren, acérquese y vea como corren las condenadas.
El rubor del anciano aumentó al ver como todos nos acercábamos a contemplar su decaída hombría, sin entender lo que estaba sucediendo.
-¿Sabe usted lo que es esto?
-No -contesté algo desazonado.
-Pues son ladillas -dijo en voz cada vez más alta.
-Ladillas, y no las veía tan grandes desde la guerra. Pero que grandes son -exclamaba a gritos.
A pesar de que no éramos capaces de verlas, todos habíamos iniciado una lenta pero visible maniobra de retroceso, mientras Ligero fingía entusiasmarse como el que encuentra a un viejo conocido.
De repente nos extrañó el silencio de la vecina sala de espera. Uno de los estudiantes entreabrió la puerta y vió la sala vacía. Ni rastro de niños, mamás o abuelas. Volviendo la cabeza, observaba de forma interrogante a Ligero cuyo fino bigote se elevaba suavemente en una leve y reveladora sonrisa mientras se quitaba el guante y recetaba un tratamiento al anciano.