
Nos lanzaba fechas como dardos sin que ninguna hiciera mella en mi memoria. Las listas de eventos históricos nos rodeaban sin dejar salida a nuestra imaginación y los reyes duraban en el campo de batalla del aula menos que su recuerdo. El profesor de historia hizo todo lo posible para que no me gustara la asignatura y lo consiguió casi sin esfuerzo, sólo tuvo que poner en práctica su incompetencia, habilidad en la que era muy solvente.
De las ecuaciones y demás operaciones matemáticas solo adornaron mi cuaderno los ceros de mis notas, adonde saltaban desde la pizarra sin que pudiera contenerlos. Fue la única cifra que aprendí sin esfuerzo. La actitud de la señorita Marín y del profesor Nono, los dos catedráticos más ancianos del instituto, influyó en que mi relación con los números y sus complejidades naufragara en la tormenta del álgebra, las derivadas y los límites que, por infinitos, me superaban. El profesor Nono interrumpía sus explicaciones si oía pasar un avión, entonces tomaba una regla de madera manchada de tiza de la pizarra y asomando el cuerpo a la ventana, con grave integridad para sus ochenta dementes años, simulaba atacar con disparos al avión que se alejaba sin mella exhalando humo por sus turbinas, ajeno a un demente que intentaba introducir en nuestras cabezas adolescentes algo de la abstracción de una asignatura que sería una pesadilla en nuestra recién estrenada adolescencia. Nadie quedó indemne a aquellos imaginarios disparos celestes.
Estoy convencido de que el libro de latín me odiaba, por eso, en un sentimiento mutuo no despegué más páginas que las necesarias para pasear por las tres primeras declinaciones, mientras la profesora declamaba por la estancia lo bella que era y nuestros pensamientos, ajenos a su belleza, escapaban del aula a lomos de sus exclamaciones huyendo por los ventanales hacia mejores horizontes.
-Vfocalice, señor Pómez, vfocalice.
Me repetía siempre el canónigo de la catedral, expulsando en su fricativa dicción de cura miles de gotitas de saliva que duchaban a los alumnos de su entorno, mientras sentaba las bases de nuestro agnosticismo futuro. El acento del Ampurdán no le permitía una buena dicción castellana y su aliento, cuando nos tomaba de la cintura al bajar por las escaleras camino del patio preguntándonos banalidades, hacía agradable el olor a humanidad adolescente del aula.
Como copas de cristal estrellándose en el suelo, así sonaba su voz cuando imponía su criterio sobre el nuestro. Se empeñaba, contra nuestra voluntad, en que subiéramos la cuerda a pulso o saltáramos el potro sin trampolín consiguiendo contusiones sin fin de las que alguno no salía muy bien parado. El señor Navarro, falangista de camisa azul, fue el encargado de lesionarnos con más alevosía que premeditación mientras su fino bigote teñido se elevaba en una sonrisa perversa cuando alguno mordía el suelo del patio, en el que lloviera o hiciera sol, practicábamos algo parecido a la gimnasia mientras él distrutaba con nuestras desdichas fumando sin parar cajetillas de Bisontes, el rubio de la época.
Gibraltar era su obsesión y no se hablaba de otra cosa durante su clase de Formación del Espíritu Nacional, otro libro que tiré nuevo y sin abrir. Las clases del señor Manzano, procurador en Cortes por el tercio familiar en la circunscripción de Barcelona eran soporíferas, a pesar de las diapositivas proyectadas con un aparato de bombilla y latón tan antiguo, que parecía una linterna mágica. Pero ay del que se durmiera, probaría su regla en la yema de los dedos colocados en punta intentando contener las lágrimas para no añadir más placer al semblante de Manzano.
Eramos sujetos, el grupo nominal del que algo se dice, pero también predicados, por lo que el profesor de lengua decía de nosotros, sus sujetos, aunque nos hubiera definido mejor la palabra amarrados tal era el encorsetamiento que las reglas gramaticales, verbos y oraciones condicionaban un ambiente opresivo que nos dejó secuelas a las que no son ajenas estas letras.
-Nunca aprenderá a redactar, señor Pómez. Es usted un inútil. Si Cervantes levantara la cabeza lo enterraría usted con sus desmanes, mentecato.
El de física era el más práctico de todos. La parábola que hacía el borrador de madera buscando nuestras cabezas cuando errábamos una cuestión, era digna de estudio y si me hubiera aplicado más en su análisis hoy tiraría mejor con arco.
Pasada mi primera adolescencia, cuando decidí ponerme a estudiar, jamás volví a suspender una asignatura encontrando la piedra filosofal, el grial perdido, la relación causa efecto que mis profesores del instituto nunca me supieron inculcar.
Pero más allá de sus esfuerzos y sobre todo de los míos para salir adelante intentando sacar la cabeza entre otras cabezas tan sufrientes como la mía, les he de agradecer la mejor lección que pudieron ofrecerme y no fue una lección banal.
Me enseñaron como no deben hacerse las cosas.