miércoles, 27 de enero de 2010

Todo un hombre...

Está a punto de cumplir tres años. Después de haberse parado frente a tres escaparates se vuelve y le dice a su abuela.
-Yaya, no más tiendas.
Se ha subido a su coche y apoyando la cabeza en el respaldo se ha puesto a dormir.
Tiene la misma alergia a las tiendas que su abuelo. No puede negar que ya es todo un hombre.

viernes, 15 de enero de 2010

De hombres y de mujeres...

Mosén Flo.

-Ave María Purísima.
-Sin pecado concebida.
Después de tantos años aquellas palabras se habían tatuado en su memoria más lejana saliendo mecánicamente de sus labios sin necesidad de pensar en ellas. Ya no recordaba todas las plegarias que había aprendido y recitado cuando era pequeño sin conocer su significado.
El ambiente de la iglesia no había cambiado. Seguía siendo oscuro y opresivo con pesados aromas de velas encendidas que paulatinamente iban siendo sustituídas por maquinas de monedas que encendían lamparillas eléctricas. Los tiempos estaban cambiando a pesar de que el mosén persistía en sus ataques hacia todo aquel que no siguiera su doctrina. Como el médico, que arrodillado al otro lado del confesionario le había contestado a aquella formula tan antigua como incomprensible a través de la pequeña ventana enrejada.
La voz grave del hombre no le era ajena a pesar de no verlo por la parroquia. De hecho era la primera vez que acudía en confesión y el cura estaba sorprendido. Pensaba que por fin habían hecho mella los sermones en los que ponía en evidencia, ante las pocas mujeres que participaban en los oficios religiosos con una fe rutinaria y sin altibajos, a aquel coleccionista de suegras y de hipotecas como se definía el galeno.
Aquel pecador conspicuo e irreductible parecía acogerse en el redil de los arrepentidos. No podía negar que su poder como médico del pueblo le estaba quitando protagonismo ante sus cada vez más escasos feligreses. La palabra divina iba cediendo ante una ciencia racional que todo lo explicaba sin necesidad de dogmas irrenunciables, de fes oscuras o de apocalípticos sermones.
Mosén Flo estaba contento. Pensaba que había conseguido su pieza más preciada, un valioso móvil para atraer a los que rodeaban en el pueblo a aquel personaje tan carismático. Sus abundantes y fofas carnes temblaron como un flan cuando las empezó a acomodar en su asiento para oír la confesión del pecador.
-Mosén, confiese que ha pecado.
-Cuenta, hijo cuenta.
-Le he pedido que confiese que ha pecado, repitió.
Las palabras salpicaron de asombro el gesto de Mosén Flo que pareció no haber entendido.
-Pero esto es una acusación y no una confesión.
-Eso es. Veo que ya me ha entendido.
-¿Cómo te atreves a acusarme así precisamente tú? un mujeriego sin pudor ni vergüenza.
El médico, harto de los desvaríos místicos y de los movimientos del cura para desacreditarlo había decidido poner fin a sus desmanes de sacristía y crucifijo.
-Mosén, ¿conoce Casa Rita?.
La sangre que teñía con tonos violáceos las mejillas del cura desapareció hacia otros lugares de su anatomía y su rostro adquirió un tono céreo que combinaba bien con los cirios pascuales del recinto.
Casa Rita era una casa de citas a la que el cura acudía puntualmente los miércoles después de misa de doce. Lejos del pueblo nadie sospechaba de la rijosidad de aquel azote de pecadores que ahora intentaba encontrar una solución para salir de aquella hecatombe de la forma más digna posible.
-Las mujeres, ya sabes, hijo. Soy humano, balbuceó sin convicción sabiéndose perdido.
Pero Marianillo, el andrógino efebo que en casa Rita consolaba unas veces la entrepierna y en otras la retaguardia del orondo pecador, como sopla nucas o besa almohadas según se terciara, no era una mujer y cuando Mosén Flo escuchó su nombre en los labios del galeno claudicó.
Su generosa anatomía, ahora sin control pues había perdido el conocimiento, se deslizó del asiento hasta el suelo derramándose a través de la puerta del confesionario que se abrió incapaz de contener un cuerpo tan enorme.
El médico se levantó para ayudar al cura que al caer había empezado a recuperarse. Con no poco esfuerzo lo sentó en un banco del recinto y le susurró.
-Su penitencia voy a ser yo por lo que no necesitará rezar nada. Pero como acto de contrición le impongo que deje de tocarme las narices a partir de ahora y para siempre. Ah! y mantengase alejado de los críos que vienen a confesarse porque de lo contrario lo de Marianillo será el menor de sus problemas.
-Mosén, encantado de haberle confesado. Y levantandose del banco salió del recinto a seguir coleccionando suegras.