lunes, 14 de diciembre de 2009

El trilero.

Su mente vagaba por los recuerdos en ese momento que antecede al sueño más profundo. Un instante en el que las ideas más claras arañan el cerebro de forma intensa pero superficial. Entonces fue consciente de toda la experiencia que acumulaba. Una experiencia que no siempre utilizó bien.
Los sentimientos que afloraron se desbordaban en un río inagotable que fluía por los meandros de su memoria de forma tumultuosa arrollandolo todo a su paso.
Podía oír con toda claridad los gemidos de su abuelo que a duras penas se defendía de los martillazos con los que intentaban asesinarle.
O ver la silueta de su padre recortándose en el cielo malva del camino bordeado de cipreses mientras un gato arañaba sus pequeñas manos en el atardecer castellano.
Asomó también la voz de su madre desde la oscuridad del coma en el que estaba sumida desde hacía tanto tiempo que ya no recordaba si había sido alguna vez su madre.
Vio amanecer su soledad adolescente y el amor temprano de la mujer a la que quiso tanto y a la que tanto engañó en proporciones desiguales, sin causa ni perdón. Le había sustraído tantos abriles a su vida que hubiera tenido que nacer varias veces para compensarla por tanta pérdida. Una mujer dorada y tibia como una playa en septiembre, de una piel suave que le seguía erizando el vello de su pecho cuando la acariciaba. Cuantos abrazos le daría cuando despertara de aquella pesadilla. Los mismos que a su hijo, tan dulce como ella al que siempre mimaría para que olvidara sus ausencias y malhumor. Su hijo, tan sabio que había sabido perdonarle sin necesidad de hablar, que lo disculpó sin rencor, una palabra árida que no habitaba en su vocabulario, tan distinto de como él había sido con su padre. Aspero y ruin hasta la náusea.
Fue un trilero de sentimientos. A veces permitía que asomaran tan sólo para hacerlos desaparecer de inmediato de forma tan rápida y fugaz que ni él mismo era capaz de encontrarlos después y quienes los esperaban, desesperaban buscándolos en un juego inútil en el que siempre perdían a pesar de poner todos sus activos sentimentales sobre un tapete de emociones que acababan perdiéndose entre sus juegos de manos.
Cuando despertára, abriría los brazos para abarcarlo todo y a todos. Tendería manos y reiría con ellos y para ellos, contándoles un sueño del que todavía no quería despertar, no fueran a desaparecer aquellos sentimientos tan tiernos que lo envolvían con el calor de una manta. Tenía la claridad de una visión que parecía efímera pero que era más sólida que el tiempo y al fin despertaría del letargo vital en el que había sepultado su vida bajo los escombros del trabajo y la rutina.
Pero mañana sería muy tarde, pensaba, mientras caía en la cuenta de que los ataúdes se cierran por fuera y para siempre.