jueves, 25 de junio de 2009

Especies.

Están agazapados en lugares oscuros, pero no son animales nocturnos. Algunos aseguran haber visto alguno fuera de su habitat natural. Es raro porque son especímenes solitarios, con poca relación con su entorno. Nadie sabe lo que piensan de otras especies similares, aunque es mejor así. A pesar de su invisibilidad son vitales para la ecología del medio y actualmente nadie puede prescindir de ellos. Existen pocas fotos de esta especie. Su entorno es eminentemente visual pero ellos suelen pasar desapercibidos. En una ocasión, alguien consiguió una instantánea en plena actividad de esta infrecuente especie y pensó publicarla en el National Geographic. Bastó una mirada de la fiera para que aquel individuo desistiera. El espontáneo fotografo tardó mucho tiempo en volver a aparecer por el entorno natural de aquel monstruo. Ahora está calmado y vuelve a comunicarse con algún gruñido esporádico. Si se entera de que no borré la foto de la cámara no podré acercarme a él en años. Pero es un documento único y quiero compartirlo con vosotros...






















...un radiólogo trabajando.
Es un documento excepcional. No hagas ruido. La fiera trabaja, pero por poco tiempo. Me voy de vacaciones.
Sean malos, disfrutarán más...

miércoles, 17 de junio de 2009

Mi niña...

Leí la petición del médico y pasé a la sala para examinar a la paciente.
Una adolescente estaba estirada en la camilla de exploración y su madre, sentada hasta entonces, se levantó como si un resorte la hubiera expulsado de su asiento.
-Buenas tardes, las saludé.
-Buenas tardes doctor, respondió la madre mientras la niña callaba desde una palidez cérea.
-¿Cómo estás?, pregunté a la niña.
-No sé lo que le pasa, respondió la madre, no quiere comer, está rara y llora cada dos por tres.
La madre insistía en responder por la niña que empezaba a mostrar una cierta incomodidad mientras yo empezaba a examinar ecográficamente a la chiquilla.
-¿Cómo son las reglas?, volví a preguntar.
El rostro de la niña tornasolaba entre el blanco de una hoja de papel hasta el bermejo más profundo.
-Ea, la niña nunca me habla de eso, no hay forma de saber cuando tiene la cosa, es que no habla con nadie, pero estudiar estudia mucho, si usted viera sus notas, es un sol de niña.
La niña, alterada por sus recién estrenadas hormonas, había decidido compartir sus genes físicos y vitales con otro adolescente tan perdido como ella y el resultado de aquel intercambio aparecía en la pantalla del monitor.
La madre volvía a la carga y decidí acabar con aquello.
-No sabía que la niña era muda.
-No señor, la niña no es muda, anda dile al doctor lo que te pregunta.
-Vamos a ver, ¿las reglas son regulares?, volví a insistir.
-No sé, respondió con un hilo de voz.
-Pero habla más alto que el doctor no te oye, ay, como son los niños ahora, en mi tiempo corríamos a responder en cuanto nos preguntaban, pero ahora no hay quien les saque una palabra.
-¿Cuando tuviste la última regla?
-Yo creo que fue el mes pasado,¿sabe usted?, es muy regular mi niña y muy buena y muy hacendosa, algo tímida eso sí, pero buena.
-Señora, estoy hablando con su hija y quiero que sea ella la que responda. Empezaba a irritarme aquella situación y dirigí una mirada elocuente a la madre que pareció darse por enterada pues se sentó y estiró su falda como si fuera de goma y pudiera ocultar sus gruesas rodillas.
La ecografía me iba diciendo todo lo que quería saber y la niña ocultaba.
-¿Cómo está mi niña doctor?, es que le duele la barriga y vomita, mirela bien.
-Señora, siempre miro bien a todos los pacientes, dije en un tono severo.
-Vaya, a lo mejor si hubiéramos ido a uno de pago no nos tratarían así, pero claro como es el seguro una tiene que aguantar de todo.
-Me va a decir ¿qué tiene la niña?, ¿es grave?
No fue premeditado. No fue una maldad. Pero fue necesario. Esperaba, sin razón, que a partir de mis próximas palabras madre e hija habláran de todo lo que no habían hablado hasta entonces.
-Verá, contesté con parsimonia, el embarazo no es una enfermedad pero dicen que no se pasa un sólo día bueno. Dentro de siete meses será usted abuela.
El color de la madre mudó. Su boca enmudeció y la niña suspiró profundamente al liberarse de un peso que hasta entonces había llevado sola.
Me levanté indicándoles que esperaran afuera para darles el informe mientras le recomendaba a la madre.
-Hable con ella, hable mucho con ella pero sobre todo, escúchela.

miércoles, 10 de junio de 2009

U.V.I.

Los tiempos estaban cambiando de forma vertiginosa. La ciudad extendía sus límites a expensas de las pequeñas huertas que iban cayendo una a una bajo el poder de la especulación. Los payeses, ya mayores, tenían hijos que no pensaban en pasar las mismas penalidades que sus padres y estos sucumbían ante un dinero fácil y deslumbrante que parecía solucionar su vejez aunque en algunos casos acabó siendo un espejismo. El ladrillo, como una mancha de aceite, se derramaba por la periferia de la ciudad arrastrándolo todo a su paso. Sólo el mar fue una frontera sólida ante aquel avance imparable.
Los días de la inmigración interior habían pasado y el tiempo terminó limando sus roces más ásperos. Ahora, casi veinte años después, la inmigración exterior iba llenando el paisaje urbano y rural de gentes de otro color que buscaban un dorado particular que los sacara de la indigencia vital a los que les había sometido la colonización salvaje de un continente al que todavía se le debe mucho. Personas que como Fatoumata y su marido Blancanieves, empezarían trabajando en el campo y acabaron integrándose en la actividad fabril de la pequeña capital de comarca.
Tanto recién llegado condicionaba la demanda de servicios con los que atender a una población que pedía trabajo, vivienda, estudios, salud. En resumen, gentes que querían algo tan elemental como vivir con dignidad.
Uno de aquellos servicios fue la primera U.V.I., de la comarca. En uno de los dos centros sanitarios de los que disponía la ciudad se había inaugurado recientemente una gran sala equipada con lo último en tecnología. Dadas las carencias sanitarias entonces, cualquier avance parecía insuperable, pero con el paso del tiempo nos fuimos dando cuenta de su precariedad siendo conscientes del tercermundismo que habíamos padecido en este país y que tardaría décadas en subsanarse.
Rosario estrenó sus recién acabados estudios de enfermería en aquella unidad por la que pasaron las autoridades pertinentes para cortar la cinta y hacerse las oportunas fotos de rigor. Abundaban en aquellas instantáneas los finos bigotes, las chaquetas claras y las orondas barrigas de unos políticos y militares a los que quedaban pocos meses para su relevo, aunque visto desde la distancia que da el tiempo, alguno de ellos no se marchó nunca, tan sólo cambió su vestuario y acomodó sus posaderas en otros sillones de más alcurnia.
Siempre les acompañaba el señor Chornet, un antiguo anarquista durante la guerra civil que cambió de chaqueta en cuanto los nacionales entraron en la ciudad y se arrimó a los militares que tomaron las riendas del centro sanitario, en donde llegaría a ser gerente. Pero el tiempo y sus tejemanejes con el dinero de la entidad y las estafas a la seguridad social obligarían a intervenir a la guardia civil que tomó la clínica como si de un operativo militar se tratara y el anciano chorizo dio con sus huesos en la cárcel, aunque su avanzada edad le salvó in extremis de ella.
Aquella enfermera joven y dispuesta no era muy alta. De rasgos algo toscos pero suavizados por su juventud, era simpática y muy cariñosa con los pacientes de la unidad a los que atendía con mimo, como sigue haciendo treinta años después.
Los enfermos solían pasar pocos días en la sala. La mayoría tomaba el camino hacia la morgue pues entraban en la unidad muy deteriorados. Pero los que salían, pasaban a saludar a Rosario cuando les daban el alta.
Uno de los primeros pacientes de la recién estrenada U.V.I., fue uno de aquellos payeses a los que el ladrillo desplazó de sus huertas. El dinero de sus tierras se había repartido entre sus hijos que acabaron internándolo en una residencia de ancianos, pues Eulogio acababa de cumplir noventa años. Hasta el último día había labrado sus parcelas con ayuda de alguno de los africanos que empezaron a trabajar en el campo cuando llegaron a la comarca. La tristeza de verse desplazado al asilo dañó su corazón e ingresó con un infarto en la unidad.
Era un payés de los de antes. De piel surcada por las grietas con las que el tiempo y el sol adornan los rostros como si fueran un reflejo de los campos que cuidaron siempre. A veces incluso más que a su propia familia. Estaba sólo, su mujer la había abandonado hacía más de treinta años cansada de la precariedad de su vida y de las divergencias que Eulogio siempre tuvo con sus hijos.
Rosario tenía una ternura especial por los pacientes mayores y a Eulogio lo trataba con mucho cariño. A pesar de las dimensiones de la sala, el espacio entre las camas era limitado dada la cantidad de aparatos, sueros y monitores que rodeaban a cada paciente.
El anciano Eulogio miraba con ojos algo más que tiernos las contundentes nalgas de Rosario cada vez que ésta pasaba por delante de su cama.
-Ten cuidado, le había dicho Dolores. En cuanto te despistes te tocará el culo. No te quita ojo.
Rosario ya se había dado cuenta, pero su juventud y sus reflejos habían evitado las manos del anciano en más de una ocasión al tiempo que le reconvenía su actitud. Eulogio hablaba poco pero sus ojos inquietos lo decían todo. Afortunadamente al anciano lo delataba el monitor que controlaba su corazón. El menor intento de acercarse a la retaguardia de Rosario alteraba su ritmo cardíaco y los pitidos de alarma ponían en aviso a la enfermera de sus intenciones y del peligro que corría el anciano con aquellos infructuosos escarceos.
De vez en cuando aparecía una de sus hijas preguntando por él y tras recibir la información sobre su estado pasaba a verlo dándole un beso al que Eulogio siempre respondía con un gruñido.
El licenciado Ligero, atraído por la novedad, pasaba de vez en cuando a la unidad para hablar con Dolores, la médica joven cuyo turno solía coincidir con él, quien le explicaba extasiada los avances tecnológicos que había en la sala. Ligero observaba maravillado que el futuro estaba allí, contemplándolo desde las líneas verdes de aquellos monitores que con sus sonidos y luces daban fe de la vida de los pacientes a quienes estaban conectados.
Quizás por la cercanía que da la edad, Eulogio sólo hablaba con Ligero.
-Digale a Rosario que se acerque. Le quiero decir una cosa, y como un crío travieso se reía pensando en el momento.
-Eulogio, le oigo desde aquí, digame lo que quiere, contestaba Rosario al tiempo que deshacía los planes del anciano.
Una tarde, tras la visita de la hija de Eulogio, el paciente de la cama vecina sufrió una arritmia severa que obligó a desfibrilarlo.
Rosario acudió con rapidez e inició las maniobras para su recuperación trasteando con aparatos y modulando dosis de medicamentos en goteros automáticos para superar la crisis por la que pasaba el enfermo.
Eulogio vio la oportunidad para palpar las contundentes nalgas de la enfermera que ocupada con la crisis había descuidado su trasero. Eulogio sacó la mano con cuidado de la cama y haciendo presa en Rosario comprobó la dureza de aquella carne mientras una sonrisa se dibujaba en su cara. Lo había conseguido.
Una verde línea continua apareció en el monitor que empezó a emitir un pitido constante indicando que el corazón de Eulogio había decidido pararse tras la última emoción de su vida.
Dolores y el resto del personal libre iniciaron las maniobras de resucitación mientras alguien avisaba a la hija, pero Eulogio no despertó. Alguien tenía que dar la noticia a la familia y Dolores le pidió a Ligero que le hiciera ese favor pues ella seguía ocupada con el otro enfermo que había recaído tras el paro del anciano.
Ligero observó a Eulogio y hubiera jurado que el rictus de su boca recordaba vagamente a una pícara sonrisa.
Pasó al despacho donde atendían a los familiares y esperó a que la hija, que no había salido todavía de la clínica, entrara para darle la noticia.
-He de comunicarle que su padre ha sufrido una crisis cardiaca y no se ha podido hacer nada por él. Hace un cuarto de hora que ha fallecido.
-Pero si acabo de hablar con él. Parecía estar bien. ¿Qué le ha pasado?
-Era muy mayor y su corazón después del infarto que padeció había quedado muy deteriorado.
-Doctor ¿ha sufrido mucho?
El licenciado Ligero ocultó con dificultad una sonrisa que luchaba por llegar a sus labios, pero era un buen profesional y con rostro compungido le dijo:
-No. Estoy seguro de que ha muerto feliz.

lunes, 1 de junio de 2009

Flores para Alicia.



Ismael abrió la puerta antes de los que los nudillos de Edu volvieran a golpearla.
-Pasa y no hagas ruido.
Edu, muerto de miedo y de curiosidad, entró con sigilo siguiendo a Ismael por la estancia a oscuras donde a duras penas se distinguían las cajas almacenadas.
-No tropieces con nada, harías ruido y no quiero que mi padre se entere. No tenía que haberte hecho caso.
-¿Está aquí?, preguntó Edu inquieto.
-No, tenemos que bajar al sótano.
El olor de la estancia era una mezcla de flores semimustias y de desinfectante. Todo estaba limpio pero el ambiente era sobrecogedor. Ismael no quiso encender ninguna luz y Edu lo seguía con dificultad. Cuando llegaron a la puerta del sótano una línea luminosa se filtraba a través del quicio enmarcándola.
-Hay alguien allí abajo, dijo Edu.
-Pues claro, la están preparando, pero no te preocupes el bizco sabe que vienes.
Antonio el bizco, debía el mote a su mirada camaleónica pues podía orientar sus ojos como quisiera causando gran desazón en su interlocutor que nunca sabía hacia donde dirigía su vista. Su cuerpo contrahecho y su oficio siempre habían generado muchos comentarios en el pueblo y no todos buenos aunque era una persona discreta que no se metía con nadie.
-¿No nos delatará?
-No tengas miedo, me debe más de un favor.
Ismael giró con cuidado la llave en la cerradura y la puerta se abrió sin dificultad.Edu lo siguió bajando por una estrecha escalera hacia el sótano. Ismael no quiso utilizar el montacargas. A aquellas horas hubiera hecho un ruido delator.
Al llegar al recinto la gibosa espalda del bizco Antonio ocultaba parcialmente una sábana bajo la que se reconocía el volumen de un cuerpo tendido encima de la mesa de mármol.
Se colocaron a ambos lados del bizco y Edu abrió los ojos con asombro mientras con su mano menuda abortaba la exclamación que salía por su boca.
Antonio, meticuloso en su trabajo, ultimaba los retoques sobre la señorita Clara. El maquillaje y un poco de carmín atenuaban la palidez del rostro de la muerta. Los párpados entreabiertos de la señorita Clara dejaban ver unas pupilas sin brillo, tan distintas de los ojos de mirada aterciopelada y triste con los que a veces parecía mirarnos aunque sospechábamos que escapaba de la realidad a través de los ventanales del aula en las tardes de tedio y silencio.
Edu aprendería que los ojos de un muerto no responden a la interrogación de otra mirada, que permanecen mudos y opacos, tan callados y vidriosos como los de Armando el ciego que parecía ver sin ojos desconcertando a pequeños y a grandes con su memoria y su oído prodigiosos. En ocasiones todos dudaban de su ceguera pero con el tiempo un tranvía les sacó de dudas.
-Me gustaría abrazarla, es tan guapa, dijo Edu.
-No seas bruto, eso no se hace con un muerto, contestó Ismael.
Antonio se separó del cuerpo para comprobar la bondad de su trabajo y apartó a Ismael hacia una esquina de la estancia.
-Deja que la abrace, será algo que no olvidará en su vida, le susurró Antonio.
Ismael se estremeció al oír el tono de su voz, sabía de lo que le hablaba Antonio y no pudo reprimir un escalofrío.
El negocio familiar, Funeraria El Buen Suceso, había sido un problema en su relación con los compañeros de la escuela. Pocos eran los que se acercaban a él salvo para hacer bromas a costa suya y viendo a Edu allí pensó en vengarse de las afrentas de otros en su persona.
Ismael regresó al lado de Edu que seguía mirando a la muerta con ojos desorbitados.
-De acuerdo, pero tendrás que colocarte en la mesa al lado de ella. Antonio la sentará y la abrazas, dijo Ismael mientras miraba a Antonio que intentaba ocultar su impaciencia tras su mirada divergente.
Los brazos de Antonio alzaron a Edu hasta sentarlo a la izquierda del cadáver de Clara.
-Cuando la levante abrazala con fuerza para que no se caiga hacia atrás, dijo el bizco.
La emoción del instante impidió que Edu viera como Ismael se desplazaba hasta el umbral de la puerta donde se encontraba el interruptor de la luz.
-¿Estás preparado?
-Sí, dijo Edu.
Antonio se colocó detrás de la muerta y tomándola por debajo de las axilas la incorporó hasta que estuvo sentada. El cadáver había empezado a ponerse rígido y la cabeza se mantenía sola.
-Abrazala ahora.
Edu extendió sus brazos alrededor del cuerpo y la abrazó apoyando su mejilla en el pecho de Clara. Su frialdad le asustó, pero fue el silencio de su corazón lo que sobrecogió su ánimo.
A una señal del bizco Ismael apagó la luz.
Los brazos de Clara movidos por el bizco rodearon el cuerpo de Edu al tiempo que un sonido burbujeante subía desde el interior del cadáver que exhaló un pútrido y sonoro eructo impregnando con su hedor la cabeza del pequeño.
Edu, abrumado por la oscuridad y el terror del frío e inesperado abrazo, perdió el conocimiento tras gritar desaforadamente soltando al cadáver que cayó hacia atrás golpeando el mármol con un ruido sordo.
Ismael encendió la luz viendo la dantesca escena al tiempo que le gritaba al bizco.
-¡Animal!, ¿qué has hecho?, seguro que se ha muerto del susto. Eres un salvaje, lo has matado.
Los ojos del bizco giraban sin concierto dando al momento una comicidad macabra.
Ambos contemplaban a Edu apoyado encima del cadáver de Clara. El bizco reaccionó y tomando al pequeño en sus brazos salió de la habitación subiendo a trompicones por la escalera seguido por Ismael. Al llegar al vestíbulo de la funeraria depositó a Edu en un diván.
Pasaron unos minutos en silencio observando la respiración del Edu que despertó al cabo de un rato.
-¿Qué me ha pasado?
-Has perdido el conocimiento. Ya te dije que no era una buena idea venir, contestó Ismael.
-Qué mal huele, dijo Edu.
El hedor había impregnado sus ropas y su cabello.
-Son las flores que se pasan muy rápido, dijo el bizco.
Intentaban distraer la atención de Edu que parecía no recordar el suceso, tal había sido la impresión.
-No, no son la flores, huele a muerto. Tengo miedo, he soñado que la señorita Clara abría los ojos y me preguntaba.
-¿Te has asustado?, preguntó Clara.
-Me ha dado miedo que no latiera su corazón. El mio retumba en las orejas.
-Se dice oídos, no orejas. ¿Porqué me has abrazado?, interrogó Clara.
-Y tu ¿qué le has dicho?, preguntó Ismael.
-Le he preguntado cómo es estar muerto.
-¿Te ha contestado?
-No, se calló.
-Prometeme que no le dirás esto a nadie, dijo Ismael.
Edu encogiéndose de hombros miró alrededor y vio unas flores.
-Dame ese ramo y no le diré nada a nadie.
-¿Me lo juras?
-No, que es pecado. Pero no se lo diré a nadie.
-Toma, dijo Ismael alcanzándole unas flores adornadas con un cinta que tomó de un jarrón.
A Edu le gustaba Alicia y la macabra impresión empezaba a quedar olvidada por la idea de conquistar a la niña con aquellas flores.
Alicia siempre había sido esquiva con él pero Edu le había oído decir que le gustaban mucho las flores cuando iban a catequesis en la parroquia, adornada siempre por devotas con tiempo y sin prisa.
El pequeño salió por una puerta trasera dirigiéndose hacia la casa de la pequeña. Tras escribir unas letras en la cinta, colocó las flores que le había dado Ismael en el portal de Alicia y salió corriendo.
A la mañana siguiente la madre de Alicia abrió la puerta y se encontró con un ramo de crisantemos amarillos y algo mustios. En la cinta blanca que las adornaba se leían dos frases dispares.
"Tus seres queridos no te olvidan, me gustas mucho Alicia, firmado Edu".
N0 supo el porqué, pero Alicia no le volvió a hablar nunca más.