jueves, 30 de abril de 2009

La gripe gorrina.

-Hola, buenas tardes, ¿qué le pasa?
-Tengo tos y calofríos y como vivo en la calle Méjico vengo a ver si tengo la fiebre esa de los gorrinos.
-¿Me está tomando el pelo?
-Oiga que li he visto por la tele. Joer toos los médicos son iguales.

Oído ayer por la tarde en urgencias de mi hospital.

martes, 28 de abril de 2009

El último velo de Pepeta.

I

Pepeta vivía en la calle Bofarull, una calle estrecha flanqueada de casas bajas y grises que resistía los embates de la especulación, tan habituales y cíclicos en la ciudad desde finales del siglo XIX. Era la única hija de un matrimonio mayor a los que llamó padres cuando tenían la edad de ser sus abuelos. Fue soltera por obligación aunque nunca se quejó, cuidaba a sus padres con esmero y cuando murieron tomó las riendas de un pequeño comercio de mercería en el que trataba a sus clientes con cariño pero sin vocación, tal y como había hecho con sus padres.
El pequeño comercio situado en los bajos de su vivienda, era el lugar donde las mujeres del barrio socializaban sus soledades en monólogos sucesivos y a veces simultáneos. Un comercio en el que se podían sentar mientras escogían cuatro botones blancos entre los millones de tonalidades blancas que sólo una
mujer puede distinguir, pero no ese blanco tan roto Pepeta, lo quiero tirando a marfil, no, ese no, que parece sucio y los quiero grandes que la niña estrene algo para el domingo de Ramos y que no se le vean los agujeros que hace feo y Pepeta intentaba contentar y atender a unas y otras mientras todas le contaban sus vidas y a veces también sus miserias sobre todo al final de la tarde, cuando en la tienda quedaba alguna rezagada y Pepeta, como en un confesionario, prestaba sus oídos a quien los necesitara, dando útiles y sensatos consejos para ser una mujer de la que no se conocía relación alguna. Pepeta, como si de una Helena Francis de barrio se tratara a todas escuchaba. Nadie dudó nunca de su discreción.

Alguna vez había entrado algún hombre en la mercería pero el interrogatorio sobre como quería algo, o de qué color y tamaño, le hacían desistir y era la mujer del incauto la que acababa en la tienda mientras pensaba que su marido era un inútil incapaz de elegir ni los cordones de unos
zapatos. La mercería siempre fue un sitio imposible y vedado para cualquier sujeto que vistiera pantalones o que tuviera prisa. Allí se iba a escoger con cuidado la cinta para el pelo, la goma para esa braga que se empeñaba en deslizarse por los muslos desde hacía dos días y a la que no bastaba con hacer un nudo.
El tiempo en una mercería podía ser tan fugaz como una mirada o tan denso como una culpa. El hombre podía teorizar sobre el tiempo y el espacio, pero la mujer
poseía todas las claves de su relatividad.

En los múltiples cajones planos de los estantes se almacenaban agujas de coser, de hacer punto, de ganchillo, corchetes, botones, cintas e hilo tan necesarios en un tiempo en el todo se reciclaba por necesidad, amontonándose encima de los estantes de madera decenas de cajas blancas de cartón en las que, doblada con mimo, almacenaba ropa interior de tallas imposibles con la que
alguna vecina contenía su generosa humanidad.

El tiempo y los años habían llegado a mimetizar a Pepeta con los tonos de las maderas de la tienda, el pelo castaño como el largo mostrador
corrido en el que amontonaban una y otra vez las cajas, los párpados oscuros como un estante y las manos tan blancas como las cajas de cartón donde guardaba productos que tan sólo ella podía localizar.

Aquella mujer de edad indescifrable
terminó siendo un elemento más del pequeño recinto pero nadie la escuchó quejarse de su vida.

Tenía dos pasiones, el cine y los niños. Los sábados por la tarde colgaba su mandil y se preparaba para salir al cine el domingo, una cita a la que siempre fue fiel, una salida en la que compartía la vida de los personajes, sus amores en blanco y negro, las traiciones y los desengaños, sus besos de pasión
o las miradas de odio de los amantes que lo han sufrido todo.

El ritual del cine empezaba antes de comprar la entrada para la función doble de la tarde con NO-DO incluido, un
documental de ciencia-ficción en el que todo el mundo de este país salía sonriente, donde no había hambre ni desgracias y en el que un señor bajito, calvo y con bigote levantaba una mano hacia el cielo y todos le imitaban al unísono mientras sonaba una música marcial y ondeaban banderas al viento haciendo cosquillas a un cielo que todos imaginaban de color azul aunque en realidad era tan gris como la época.

Pepeta se dirigía al pequeño bar del vestíbulo en el que servían bebidas y golosinas y compraba una bolsa de papel con una docena de caramelos Darlin’s, unos dulces pegajosos de sabor a menta que se adherían a los dientes durante las cuatro horas de la función de la tarde. La taquillera le daba con la entrada un programa en color de las películas de la tarde que Pepeta coleccionada cuidadosamente en cajas de cartón. Después, entraba en la sala de proyección a través de unos gruesos cortinajes de terciopelo rojo tras los que aguardaba un acomodador vestido como un personaje de opereta que guiaba a los espectadores en la oscuridad con su ojo linterna, ubicándolos en sus asientos mientras de forma mecánica daba las gracias por la propina que ella siempre depositó en su mano tendida.
Pepeta se sentaba en un terreno neutral, tan lejos de la chiquillería de las primeras filas como de las parejas de las últimas, dedicadas en exclusividad a explorar los pliegues de sus anatomías después de haberse jurado amor eterno en una película que siempre repetía su función tarde tras tarde, como un cine dentro del cine.
Al terminar el último pase las luces se encendían, las pupilas se acomodaban a la crudeza de la luz
y los pañuelos secaban las últimas lágrimas. Pepeta salía de la sala con los sentidos alborotados, triste unas veces, alegre otras pero siempre satisfecha de haberse reconocido en la protagonista traicionada o en la mujer alegre y fatal que arruinaba al hombre de su vida, en historias donde las lágrimas y las risas resonaban en su interior como el eco silencioso de sus sentimientos más profundos.

Al llegar a casa se desprendía
del abrigo y abría la caja de los programas de cine donde colocaba los del día.
Su vivienda era modesta y accedía a ella por una escalera interior que subía desde la mercería. Las paredes sólo estaban adornadas por la fotografía de sus padres y la de ella, tomada en esa edad en la que todas las mujeres son hermosas, las miradas son limpias y las sonrisas sinceras. No había más adorno en la vivienda. Un sillón al lado de una mesita donde estaba la radio era su rincón favorito, la ventana sonora por donde entraba la vida mientras se acordaba de Armando el ciego. Todo un personaje en el barrio, donde vendía de puerta en puerta el cupón, un espejismo diario de esperanza que nunca se materializaba, repartiendo además una alegría contagiosa que seducía a casadas y solteras por igual. Hacía muchos años que un tranvía lo mató mientras cruzaba la calle y el barrio entero tragó su congoja durante un funeral al que Pepeta no acudió, estaba demasiado ocupada preparando el de sus padres. Murieron juntos para no molestar demasiado, obligándola a llevar un luto que duraría mucho tiempo.

Sus lágrimas no fueron sólo para
ellos, pero nadie lo sabría en muchos años.



II

Una semana antes de la verbena de San Juan, acabadas las clases, todas las pandillas del barrio se dedicaban a buscar muebles viejos, cajas de cartón, papeles y cualquier otro cachivache que llevar a la hoguera. En cada cruce de calles se montaba una montaña de trastos que competía en altura y cantidad de material con las de las calles vecinas. No eran raras las escaramuzas para localizar los escondites donde ocultaban las maderas y otros enseres que amontonaban las pandillas rivales, con el sano propósito de dejarles sin material que llevar a su hoguera lo que generaba no pocas peleas y batallas a piedras que añadían color, rojo sangre, a las cabezas infantiles y a las suaves tardes del verano que asomaba día tras día.
Todos esperaban la noche de San Juan para tirar piulas, truenos, tracas, garibaldis y otra pirotecnia menuda con la que pasar la noche más mágica y ruidosa del año.

Los comercios del barrio y los descampados donde la gente tiraba lo inservible, eran los lugares a recorrer cada año. Paco el tendero, les guardaba cajas de madera y cartón, además de papeles y cualquier otra cosa que les sirviera.
Ya mayor, Paco se reconocía en la alegría y bullicio de aquellos chiquillos alegres y en su propia alegría al haber contratado a Maruja para que atendiera el pequeño comercio. Sus achaques le aconsejaron ayudar a aquella mujer que ya lo había sufrido todo. Se asociaron y cuando Paco falleció, Maruja se hizo cargo de la tienda de una forma natural con el beneplácito de todo el barrio que acudía a la tienda con más asiduidad desde que Maruja activó un comercio que iba apagándose sin remedio.

Pepeta era cliente, vecina y amiga de Maruja. La conocía bien, fue la primera en conocer sus problemas y en ayudarle cuando la necesitó y Maruja siempre la atendió de corazón, cuidándola en su vejez.
El quiosco de la calle Nuria era el otro sitio de peregrinación. Aquel lugar era de visita obligada todas las tardes del año para ir a comprar o cambiar cromos de las múltiples colecciones que se editaban, aunque la más popular era Vida y Color que a todos tenía obsesionados, hasta el punto de que alguno de ellos sisaba algún céntimo perdido del monedero materno rezando para que no se diera cuenta, pero aquellas madres tenían ojos hasta en el cogote y las manos más rápidas del oeste. Más de un coscorrón o una zapatilla voló cuando regresaban a casa con los bolsillos llenos de cromos.
La mercería de Pepeta era la parada final de aquel deambular festivo y bullicioso. Siempre los esperaba al caer la tarde. Llamaban al picaporte de la puerta de la calle y Pepeta a través de una cuerda colgada de una polea al techo de la escalera, como un rudimentario portero automático, les abría la puerta y subían en tropel. Pepeta les tenía preparada la merienda. Pan y chocolate, bizcocho y chocolate o cualquier cosa y chocolate, un curioso chocolate de paladar arenoso y sabor indefinido. También les había atado varios paquetes de periódicos y cajas de cartón y de regalo siempre les daba alguno de los programas de cine repetidos de su colección. Casablanca, la Reina de África, Gilda y de tantas otras cuyos diálogos conocía de memoria.

Los chiquillos eran su segunda pasión y nunca escatimó con ellos a pesar de ser unos tiempos difíciles. La visita de aquella marabunta instalaba en sus labios una sonrisa apacible que la embellecía como a una embarazada a pesar de su edad. Los trataba como si hubiera tenido hijos toda su vida y las madres del barrio agradecían aquellos momentos de tranquilidad sabiendo que estaban con ella.
Cuando estaba rodeada de críos nadie entendía el movimiento con el que llevaba una mano a su pecho izquierdo mientras con la otra se abrazaba la cintura en un gesto íntimo y cariñoso. Todos suponían que se trataba de una cierta añoranza por no haber sido madre, pero el tiempo, como un amante tranquilo, desprendería lentamente los velos de su vida desnudando para siempre su secreto.

III

El lunes no abrió la mercería pero nadie lo echó en falta. No era el mejor día de la semana y la actividad del comercio declinaba sin remedio, los tiempos de zurcir, de coser o de hacer punto habían desaparecido. Pepeta se quedaba en cama algún día. Sus años iban haciendo mella en su físico y en su memoria pero solía avisar a Maruja por si alguna cliente habitual necesitara algo.
Aquel lunes no avisó.

Maruja solía ir a casa de Pepeta cuando cerraba su tienda a mediodía. Le llevaba comida y le hacía compañía hasta las cinco. Extrañada al ver cerrada la mercería sin que Pepeta la hubiera llamado, abrió la puerta de la calle con su llave y subió la escalera hasta la vivienda. Golpeó la puerta con los nudillos y nadie respondió al otro lado. Insistió y el silencio siguió llenando el hueco de la escalera. Maruja entró en la vivienda temiendo lo peor mientras llamaba a Pepeta.
La encontró al lado de la radio doblada de dolor, pálida y sudorosa mientras musitaba unas palabras que Maruja no entendía por lo imperceptible de su voz. Sin dificultad, pues Pepeta había perdido peso ultimamente, la trasladó a su cama y dejándola allí fue a avisar al doctor Bastús.

La hora de comer no era la mejor para llamar a aquel médico pero cuando escuchó a Maruja al otro lado del auricular se levantó y salió sin dilación hacia su casa.
El doctor Bastús, grande como un armario, había sido la pesadilla de los niños del barrio. Cuando alguno caía enfermo y el médico entraba en su habitación, tuviera lo que tuviera sus palabras eran siempre las mismas.
-Este niño no ha cagado, ponle una lavativa. Y todos procuraban sanar cuanto antes porque el nefando remedio les tenía amargados.
Bastús había sido el médico de cabecera de todo el barrio. Un médico mayor, ya jubilado que siempre pedía un pañuelo limpio para auscultar a los pacientes después de haberlo apoyado en su pecho. A pesar de no estar en activo, los vecinos de cierta edad seguían recurriendo a él, más para quitarse la angustia de males que no padecían que por motivos mayores.
Cuando Bastús entró en la habitación de Pepeta retrocedió medio siglo en el tiempo. El olor, las paredes cubiertas de un papel pintado sin color, la mesita de madera con cubierta de mármol sobre la que reposaba un vaso de agua. La luz filtrándose en láminas por la persiana de madera y el polvillo iluminado por esa luz le llevaron hasta su propia infancia en la que suspendió su memoria por un instante.
-Pepeta ¿qué te pasa cariño?.
Ella continuaba con la letanía repetida e inaudible que había escuchado Maruja desde que la encontró.
-Creo que habla de un niño, pero la entiendo tan mal, dijo Maruja.
Bastús la examinaba y la expresión de su cara fue cambiando a medida que sus viejas manos palparon la causa de su estado. No sólo le estaba fallando la cabeza, su cuerpo claudicaba por momentos.
-Hay que llevarla al hospital, está grave y yo no puedo hacer nada por ella en casa. Llamaré a una ambulancia.
Acostada en la camilla del vehículo repetía una y otra vez.
-Cuidado con el niño. No le hagáis daño.


Mujer de 80 años, con dolor abdominal, sensación de masa a la palpación del abdomen, signos de oclusión intestinal, taquicárdica e hipotensa, no presenta fiebre. Solicito analítica de sangre y radiografía de abdomen.
El médico de urgencias anotó las órdenes en la historia clínica y cursó las peticiones llamando a un camillero para que la trasladaran al servicio de radiología.
La frialdad de la sala contrastaba con la fragilidad de Pepeta, aturdida por el zarandeo exploratorio de aquel médico tan aséptico y gélido como el lugar. Por primera vez en su vida estaba sola, pero no estaba preocupada por ella, sólo tenía un temor.
-Cuidado con el niño, no le hagáis daño.
Cubierta tan sólo por un delgado camisón, buscaba su ropa. Maruja se había hecho cargo de ella mientras aguardaba noticias de su estado en una abarrotada sala de espera.
-Abuela no se mueva. No respire.
Pepeta no entendía nada de lo que le decían. El dolor de su cuerpo, la dura y fría mesa de la sala donde le hacían la radiografía y los gritos del técnico que le recordaban que mantuviera su respiración habían descompensado su frágil cabeza y ahora gritaba desesperada y sin tino.
-Por favor, no le hagáis daño al niño, por favor.
-Esta abuela está como un grillo, decía el cretino del técnico. Un mal profesional que mejor hubiera estado vendiendo zapatos en un centro comercial o lechugas en el mercado.
Cuando la máquina de revelar escupió la placa el técnico la puso en el montón que debía salir para la sala de urgencias y a Pepeta la llevaron de nuevo allí, aparcándola en un box.
-Mira esto, comentó el médico a un compañero de guardia.
En el negatoscopio colgaba una radiografía con una gran mancha blanca en su centro.
-Que cosa más rara, no había visto nada parecido en mi vida.
-Vamos a consultar con el radiólogo a ver si él sabe lo que puede ser.
La sala de informes de radiología estaba en penumbra, llenos los negatoscopios con placas para informar. El radiólogo, abstraído en su trabajo, no prestaba atención a los dos médicos que habían entrado en la sala.
-Hola, veníamos a que nos dijeras que te parece esta radiografía. Es de una mujer de 80 años, demenciada, con un cuadro de dolor abdominal y signos clínicos de oclusión intestinal. Además no deja de repetir que tengamos cuidado con no sé que niño y no sabemos a lo que se refiere, debe haber perdido la cabeza por completo.
Pusieron la radiografía en el negatoscopio y el radiólogo la observó detenidamente.
Allí estaba, blanco sobre gris. El secreto de Pepeta estaba a punto de revelarse. El penúltimo velo de sus días se había desprendido en una sala en penumbra, como si el azar hubiera acertado en la puesta en escena del último acto de su vida.

IV

-Es un litopedion, dijo el radiólogo y el diagnóstico sonó como una sentencia.
-Un lito ¿queeeé?, dijeron al unísono los dos médicos que urgencias que se habían desplazado hasta el servicio para consultar la radiografía.
El radiólogo se acordó de los años que hacía que en los colegios y las facultades ya no se enseñaba latín ni griego.
-Un niño de piedra, del griego lithos, piedra y paidon, niño. Esta mujer quedó embarazada y el feto murió seguramente al comienzo del segundo trimestre de su gestación por lo que el cuerpo de la madre ya no podía reabsorverlo. En condiciones asépticas se momificó y con el tiempo calcificó dando lugar a lo que ahora estáis viendo en la radiografía. Es algo rarísimo.
-Pues la paciente está ocluída y habrá que intervenirla. Llamaré al cirujano, dijo el médico que había atendido en urgencias a la anciana.
-No creo que sea una buena opción intervenirla, comentó el radiólogo. Esta masa puede haber erosionado el intestino e incluso los vasos abdominales dado el tiempo transcurrido y seguramente será la causa de su estado de shock, la intervención es muy peligrosa en este caso.
El médico de urgencias llegó al box donde estaba la paciente y tomándola de la mano le dijo que deberían intervenirla. Pepeta repetía su letanía y no hacía caso del médico, por lo que éste optó por hablar con el acompañante de la paciente.
Maruja se levantó al oir como solicitaban su presencia por el altavoz.
-¿Cómo está Pepeta?
-Muy grave, he llamado al cirujano para consultarle pero es muy probable que tengan que intervenirla.
-Pero ¿de qué?, ¿qué le pasa a Pepeta?, interrogó Maruja.
-¿Es usted un familiar?.
-No, soy una amiga. Pepeta no tiene familia. ¿Qué le pasa?
-Esta señora quedó embarazada hace muchos años, el feto se momificó y ahora le está ocluyendo los intestinos.
Maruja intentaba digerir aquella información tan extraña. Pepeta embarazada. No podía ser cierto. ¿Cómo lo había podido ocultar durante tanto tiempo?
Entró en el box para acompañar a Pepeta mientras los cirujanos decidían sobre una intervención que no le gustaba a nadie. Todos sabían de su complejidad y la edad de Pepeta jugaba en su contra.
Cuando abrieron su abdomen encontraron una gran cantidad de sangre. La erosión de los vasos abdominales era la causante de su shock y también lo fue de su muerte. No se pudo hacer nada por una paciente que perdía más sangre de la que recibía y cuyo intestino estaba perforado por múltiples lugares.
El cirujano salió a dar la noticia a Maruja que se derrumbó cuando le solicitaron hacer la autopsia para saber el grado de afectación de su cuerpo.
-¿Tendrán que sacarle al niño?
-Es lo más probable, contestó el cirujano.
-¿No pueden sacar sólo un trocito? Estoy segura de que después de tantos años querría haber muerto con él. No sería justo enterrarlos por separado, decía Maruja.
-Debemos hacer una autopsia correcta, lo que me pide no lo es.
-Entonces los enterraré juntos, como siempre han estado.

Maruja subió las escaleras y entró en casa de Pepeta. Allí seguían las cajas de cartón con sus programas de cine, las fotos en sepia de sus padres y la suya, tomada en la edad en la que todas la mujeres son hermosas. La radio callaba desde hacía muchos años.
Entró en su habitación. Hacía pocas horas que habían salido de allí hasta el hospital y el olor y su ausente presencia impregnaban el aire y el espacio del recinto. Buscaría algo de ropa para su entierro. De la bolsa que le habían dado en urgencias extrajo su camisón y la ropa interior que depositó sobre la cama. Al colocar el sujetador sobre ella algo llamó su atención. La copa izquierda de aquella prenda tenía abotonada en su interior una pequeña bolsita de tela primorosamente bordada con dos letras y una fecha.
La curiosidad siguió a la sorpresa y desprendió con mimo el sobre de tela. Un papel doblado teñido de amarillo por el tiempo salió de su interior. Desplegándolo con cuidado aparecieron unas palabras escritas con una antigua máquina de escribir. Era un corto poema en el que nueve versos y treinta palabras de amor descubrían la vida oculta de Josefina. El dolor y el amor silenciados durante todos aquellos años, su sonrisa de embarazada perpetua, la razón de una alegría sin confidente y el fuego de una pasión inagotable que un tranvía segó sin remedio. Allí estaba el tierno abrazo con el que acariciaba su cintura llevando la mano a su corazón donde ocultaba su historia en un papel, mientras los críos del barrio jugaban a su alrededor ajenos al niño que siempre estuvo con ellos sin que nadie lo supiera.
El niño de piedra, como una estatua en el oculto jardín de su vida interior, fue el guardian de sus secretos.




















domingo, 19 de abril de 2009

Fatoumata.




Esta preciosa foto la hicieron Neus y Jordi en Mali y me la han cedido para el relato.
Jordi y Neus también son arqueros, ahora en stand by.
Yo he perpetrado su retoque.
Con premeditación pero sin alevosía soy el único culpable.



Fatoumata era la segunda mujer de Mammadou, también conocido por sus vecinos como Blancanieves, apelativo cariñoso que contrastaba con el color de su piel, el más negro que habían visto nunca entre los africanos que empezaron a llegar a la comarca a principios de los ochenta. Mammadou hizo suyo aquel nombre utilizándolo después para rotular el taller de reparaciones que abrió en el barrio, un taller muy popular dadas las habilidades de Blancanieves para arreglar las averías en los coches de entonces, más modernos y evolucionados que los que había visto en Mali. La experiencia adquirida en el mercado de reciclaje de Bamako fue muy útil cuando se estableció en la comarca y le sirvió para alimentar y mantener a su numerosa familia, compuesta de tres mujeres y nueve hijos.
Hacía días que Fatoumata no se encontraba bien por lo que acudió al hospital al enterarse de que había un médico que hablaba swahili y atendía a todos los pacientes africanos que consultaban sus dolencias. Aunque hablaba bámbara sabía algo de swahili y un poquito de francés. Aguardaba su turno en la gran sala de espera contrastando sus coloridos ropajes y su tocado con el ambiente frío y aséptico del recinto. Se abrió la puerta de la consulta y al oír su nombre se levantó entrando en la habitación con su indolente andar africano.
Sentado a la mesa del despacho un médico menudo y delgado la saludó invitándola a tomar asiento.
-Jambo mama hujambo. (Hola señora, ¿como está?)
-Jambo hujambo bwuana daktari. (Hola ¿como está? señor doctor.)
Sorprendida por el recibimiento se sintió más cómoda y relajada. El licenciado Ligero la interrogó sobre el motivo de su consulta y sus repuestas le indicaron que se defendía mejor en francés, idioma que ambos conocían. A Fatoumata le dolía la espalda desde hacía varios días. No tenía fiebre pero había perdido el apetito y se quejaba de malestar general.
Indicándole que se tendiera en la camilla de exploración, la auxiliar le hizo señas para que se quitara la ropa. Fatoumata, sin prisa ni pudor, se desprendió de la larga y colorida túnica que la cubría como único atuendo. Un cuerpo perfecto apareció bajo la ropa. No hay vacuna que inmunice contra la belleza y ante la de aquella mujer africana ni tan siquiera el licenciado Ligero pudo reprimir un pequeño gesto. Sus años de contacto con los distintos cuerpos diplomáticos con los se relacionó durante su vida en Guinea le habían enseñado a controlar de forma británica sus emociones, una discreta elevación de su ceja izquierda fue el único indicio de que estaba impresionado.
Desnuda y antes de tenderse en la camilla, Fatoumata caminó hacia la silla donde había dejado su bolso y extrajo de él una ropa interior inmaculadamente blanca con la que cubrió con parsimonia su desnudez mientras le decía a Ligero en su pobre castellano:
-Yo ropa interior como blanca.
Ligero cerró su boca, abierta sin que se hubiera dado cuenta y se levantó para explorar a la paciente.
Concluído el exámen solicitó unos análisis de sangre y de orina llamándome al laboratorio para la extracción. Poco después me llegó la muestra de orina, que contenía una gran cantidad de sangre. Ligero me comentó que le interesaba saber si había huevos de parásitos en ella, pues creía que Fatoumata padecía esquistosomiasis, una enfermedad de la que yo no había oído hablar pero lo suficientemente importante para los cuatrocientos millones de personas que la padecían y padecen en el mundo africano y asiático. Ligero lo sabía y al ver aquella orina sospechó el diagnóstico. Su experiencia africana no fue en balde.
Leí todos los libros que tenía a mano y encontré unas fotos que me ayudaron a confirmar la enfermedad. A través del ocular del microscópio vi los primeros huevos de schistosoma haematobium de mi vida.
Tras recibir el resultado, el licenciado Ligero indicó a la paciente que se vistiera y Fatoumata, levantándose de la camilla se despojó de la ropa interior y la guardó cuidadosamente en su bolso vistiendo a continuación su ropa tribal.
En el hospital no había medicación para la enfermedad en aquel momento y Ligero inició los trámites para recibirla cuanto antes. Citó a la paciente al cabo de dos días y se despidió de ella.
Dos semanas después de haberla medicado Fatoumata apareció de nuevo por el hospital acompañada esta vez por Blancanieves. El licenciado Ligero los hizo pasar y preguntó a Fatoumata que tal se encontraba. La mujer empezó a llorar desconsoladamente y su marido a decirle que era un médico malo, que su mujer había enfermado después de la medicación y estaban muy preocupados.
Ligero los calmó preguntando cual era la causa de la angustia y Blancanieves respondió.
-Mi mujer está muy mala, orina amarillo y eso no normal. Todos nosotros orina roja, ella muy enferma.
Ligero hizo acopio de paciencia y empezó a interrogar al marido deduciendo que lo que sucedía era que todos estaban afectados por la parasitosis menos los niños que habían nacido recientemente. La enfermedad se adquiría en la pubertad y era tomada como el paso de la edad infantil a la de adulto, algo cultural para ellos. Desconocían la gravedad de una dolencia que África padece desde el tiempo de los faraones.
En su ignorancia pensaron que la medicación recetada por el licenciado Ligero había sido la causante de la enfermedad de Fatoumata al ver, por primera vez en su vida, que su orina era de color normal.
La memoria del licenciado Ligero volvió a Guinea en un viaje intemporal para comprobar que nada había cambiado desde que África le abandonó.

lunes, 13 de abril de 2009

Aquellos maravillosos años.



Nos lanzaba fechas como dardos sin que ninguna hiciera mella en mi memoria. Las listas de eventos históricos nos rodeaban sin dejar salida a nuestra imaginación y los reyes duraban en el campo de batalla del aula menos que su recuerdo. El profesor de historia hizo todo lo posible para que no me gustara la asignatura y lo consiguió casi sin esfuerzo, sólo tuvo que poner en práctica su incompetencia, habilidad en la que era muy solvente.

De las ecuaciones y demás operaciones matemáticas solo adornaron mi cuaderno los ceros de mis notas, adonde saltaban desde la pizarra sin que pudiera contenerlos. Fue la única cifra que aprendí sin esfuerzo. La actitud de la señorita Marín y del profesor Nono, los dos catedráticos más ancianos del instituto, influyó en que mi relación con los números y sus complejidades naufragara en la tormenta del álgebra, las derivadas y los límites que, por infinitos, me superaban. El profesor Nono interrumpía sus explicaciones si oía pasar un avión, entonces tomaba una regla de madera manchada de tiza de la pizarra y asomando el cuerpo a la ventana, con grave integridad para sus ochenta dementes años, simulaba atacar con disparos al avión que se alejaba sin mella exhalando humo por sus turbinas, ajeno a un demente que intentaba introducir en nuestras cabezas adolescentes algo de la abstracción de una asignatura que sería una pesadilla en nuestra recién estrenada adolescencia. Nadie quedó indemne a aquellos imaginarios disparos celestes.

Estoy convencido de que el libro de latín me odiaba, por eso, en un sentimiento mutuo no despegué más páginas que las necesarias para pasear por las tres primeras declinaciones, mientras la profesora declamaba por la estancia lo bella que era y nuestros pensamientos, ajenos a su belleza, escapaban del aula a lomos de sus exclamaciones huyendo por los ventanales hacia mejores horizontes.

-Vfocalice, señor Pómez, vfocalice.
Me repetía siempre el canónigo de la catedral, expulsando en su fricativa dicción de cura miles de gotitas de saliva que duchaban a los alumnos de su entorno, mientras sentaba las bases de nuestro agnosticismo futuro. El acento del Ampurdán no le permitía una buena dicción castellana y su aliento, cuando nos tomaba de la cintura al bajar por las escaleras camino del patio preguntándonos banalidades, hacía agradable el olor a humanidad adolescente del aula.

Como copas de cristal estrellándose en el suelo, así sonaba su voz cuando imponía su criterio sobre el nuestro. Se empeñaba, contra nuestra voluntad, en que subiéramos la cuerda a pulso o saltáramos el potro sin trampolín consiguiendo contusiones sin fin de las que alguno no salía muy bien parado. El señor Navarro, falangista de camisa azul, fue el encargado de lesionarnos con más alevosía que premeditación mientras su fino bigote teñido se elevaba en una sonrisa perversa cuando alguno mordía el suelo del patio, en el que lloviera o hiciera sol, practicábamos algo parecido a la gimnasia mientras él distrutaba con nuestras desdichas fumando sin parar cajetillas de Bisontes, el rubio de la época.

Gibraltar era su obsesión y no se hablaba de otra cosa durante su clase de Formación del Espíritu Nacional, otro libro que tiré nuevo y sin abrir. Las clases del señor Manzano, procurador en Cortes por el tercio familiar en la circunscripción de Barcelona eran soporíferas, a pesar de las diapositivas proyectadas con un aparato de bombilla y latón tan antiguo, que parecía una linterna mágica. Pero ay del que se durmiera, probaría su regla en la yema de los dedos colocados en punta intentando contener las lágrimas para no añadir más placer al semblante de Manzano.

Eramos sujetos, el grupo nominal del que algo se dice, pero también predicados, por lo que el profesor de lengua decía de nosotros, sus sujetos, aunque nos hubiera definido mejor la palabra amarrados tal era el encorsetamiento que las reglas gramaticales, verbos y oraciones condicionaban un ambiente opresivo que nos dejó secuelas a las que no son ajenas estas letras.
-Nunca aprenderá a redactar, señor Pómez. Es usted un inútil. Si Cervantes levantara la cabeza lo enterraría usted con sus desmanes, mentecato.

El de física era el más práctico de todos. La parábola que hacía el borrador de madera buscando nuestras cabezas cuando errábamos una cuestión, era digna de estudio y si me hubiera aplicado más en su análisis hoy tiraría mejor con arco.

Pasada mi primera adolescencia, cuando decidí ponerme a estudiar, jamás volví a suspender una asignatura encontrando la piedra filosofal, el grial perdido, la relación causa efecto que mis profesores del instituto nunca me supieron inculcar.
Pero más allá de sus esfuerzos y sobre todo de los míos para salir adelante intentando sacar la cabeza entre otras cabezas tan sufrientes como la mía, les he de agradecer la mejor lección que pudieron ofrecerme y no fue una lección banal.

Me enseñaron como no deben hacerse las cosas.