domingo, 29 de marzo de 2009

La alberca.

Todo estaba quieto, el aire, las hojas, los silencios, incluso sus pasos estaban amortiguados por la noche. Había llegado hasta allí con el rencor tranquilo y las manos desgastadas por el agua y la lejía. Sabía que estaría allí, el refugio a donde huía después de haber bebido.

Decidida a terminar con su dolor había tomado una decisión, le hablaría de cuando veía los días a través de sus ojos, de cuando gemía con sus gemídos o tejía una manta de carícias sobre su piel esperando un calor que nunca la arropó, de como la ilusión murió sin haber nacido, de sus años de abandono y maltrato..., de como pensaba matarlo.

Mientras se aproximaba al cobertizo le llegó el rumor de los animales inquietos por la visita. No estaba allí y miró hacia la alberca.

Gritó con un alarido sobrehumano en el que cabía toda la rabia y el dolor de toda su vida al darse cuenta de que la había humillado por última vez.

Colgado del olivo, la cara abotargada y azul tenía los ojos cerrados y el cuerpo, como una lámpara macabra, proyectaba su sombra sobre el agua quieta del abrevadero donde la luna se reflejaba iluminando en blancos y negros la oscuridad de la noche.

Dejó caer sus manos y el cuchillo resbaló hasta el suelo donde se clavó sin fuerza en la tierra con un ruido metálico.

Guardó sus gafas oscuras en el bolso y se lavó la cara con el agua del pilón.

No ocultaría su cara bajo el maquillaje nunca más.

martes, 17 de marzo de 2009

La hoz.




Paco estaba en esa edad intermedia en la que la vida ya había construido el tobogán por el que se deslizaban sus días con la velocidad de lo irremediable. Era menudo y recio. El cabello escaso y distribuido en parches en una cabeza redonda como un balón le daba un aspecto descuidado. Su mujer había muerto hacía unos años y él siempre le fue fiel, antes y después de su ausencia. Había tenido oportunidades para abandonar su soledad. Entre las vecinas que acudían a su pequeña tienda, tan destartalada y miserable como el barrio, alguna se había dejado caer en la hora infiel. Los niños en el colegio, el marido trabajando, la casa recogida, el cuerpo inquieto y la vida y sus urgencias azuzando a una carne triste e insatisfecha. Un coctel peligroso que embriagaba a alguna que otra soledad. Pero su vida había girado siempre alrededor de su mujer y su tienda, tan sólo los domingos salía a primera hora de su comercio para ir a comprar el periódico a un quiosco cercano donde también adquiría unas cajetillas de tabaco que le duraban toda la semana. No habían tenido hijos, siempre les dio miedo. En la hoja en blanco de su vida había escrito pocas líneas. La vida nunca fue fácil y a pesar de que el país empezaba a despertar, a finales de los sesenta una costra gris y opaca pesaba como una losa en una sociedad sometida, superviviente y a veces ruin.
La tienda de Paco estaba en los bajos de un edificio antiguo al lado del portal principal y se podía acceder a ella a través de una puerta de madera acristalada. Los fines de semana la tienda cerraba pero los vecinos que necesitaban algo llamaban a una puerta interior que daba al vestíbulo del edificio. Paco vivía en la trastienda, un lugar húmedo, lleno de los acres olores de su humanidad mezclados con los de las especias, las frutas o las sardinas en salazón colocadas de forma radial en un pequeño tonel de madera, un popurrí de aromas que podían ser tan agradables como insultantes. Una bombilla de escaso voltaje iluminaba aquel recinto con una luz mortecina y parpadeante colgando de un cable forrado de tela en el que la mugre y las moscas convivían sin rencores. Así eran los comercios entonces, lejos todavía las grandes y asépticas superficies comerciales que acabarían con aquellas tiendas de barrio pasados los años.
Maruja era una de las vecinas que acudía a comprar con el escaso dinero que su marido no se bebía. No era raro verla con gafas oscuras y con una capa de maquillaje con los que intentaba tapar las humillaciones físicas con las que le obsequiaba un energúmeno que además de golpes la había cargado de hijos encerrándola en un círculo del que salir era imposible.
Paco la compadecía. No podía entender una relación como aquella, tan distinta de la que él mantuvo con su mujer hasta que ella murió.
-Buenos días Paco.
-Hola Maruja, ¿cómo estás?
-Bien Paco, bien.
No lo podía engañar, todo el barrio sabía de su vida pero todavía le quedaban unas briznas de dignidad con las que subsistir.
-Paco necesito que me fíes una semana más, Antonio no aparece desde hace unos días.
-Mujer, ya sabes que malvivo con esto pero bueno, si es sólo una semana ya me apañaré.
Paco era un buen hombre a quien ella recurría cuando las cosas se ponían peor.
Maruja nunca había dejado de pagar sus deudas. Trabajaba cosiendo y haciendo remiendos para quien lo pidiera y con esos ingresos iba parcheando su hambre y la de los suyos. A pesar de que el barrio conocía su situación alguna lengua murmuraba de una relación que no existía entre Paco y ella. La miseria de aquel tiempo no sólo era física, también emponzoñaba alguna cabeza ociosa.

Se despertó al lado de las jaulas de los conejos a los que alimentaba cuando se mantenía sobrio. Había pasado la noche sobre la paja del cobertizo. La humedad de la madrugada sacudió su cuerpo en escalofríos cuando el alcohol fue evaporándose de sus ideas. Embotado y somnoliento se desperezó estirando los brazos y su mano tropezó con la hoja de una pequeña hoz que le servía para cortar la hierba para los animales. Tras levantarse se sacudió la paja y guardó la hoz bajo la ropa. Salió del cobertizo y se encaminó hacía las primeras luces del pueblo. Todavía era de noche y sus pisadas resonaban en el barrio dormido. Era domingo y los silencios de la noche se alargaban remolones esperando a que el sol dibujara el día con el lápiz de sus rayos. Al doblar una esquina, la silueta de Paco llenó su pupila. Estaba seguro de que aquel tendero miserable le estaba levantando a la mujer, su mujer. Las murmuraciones de alguna vecina, los chistes del bar y los reproches de Maruja se lo estaban diciendo a gritos. Acarició la hoz y se hizo un pequeño corte. Una gota de sangre brotó de su dedo y se extendió como un telón de terciopelo rojo cerrando el último acto de una tragedia.

La luz de un quirófano puede ser desagradable la primera vez que entras en uno. Su intensidad insulta los espacios y el olor atonta los sentidos. Si a ello se le añadía la voz de Amalia dando ordenes a todo el mundo, la mitología de la estancia podía hacerse añícos contra su voz estridente.
-Tenga cuidado, no toque nada que no necesite. Cuando se haya lavado entre sin estorbar.
El malhumor de Amalia estaba concentrado en sus 1,40 cm de estatura. De ojos saltones rodeados de ojeras color ceniza y enmarcados por unas gafas de pasta, su cara era desagradable e inquisidora. Era eficaz, muy eficaz y tenía aterrorizados a todos los cirujanos del centro. Ay del que se le cayera una gasa al suelo, los gritos se podrían oír hasta en el sótano del hospital y el quirófano estaba en el cuarto piso.
El olor de la sangre y algún gemido sordo salían del círculo que formaban los cirujanos que cosían sin pausa desde hacía más de dos horas a un desdichado. Intentaban reparar las más de cien heridas de hoz que surcaban toda la piel de su cuerpo. Había perdido mucha sangre y sus condiciones físicas no aconsejaban anestesiarlo por lo que tan sólo estaba sedado y de vez en cuando se quejaba quedamente. El licenciado Ligero había subido a ayudar pero los gemidos de aquel hombre lo transportaban a otras épocas y cuando me vio bajó del pequeño peldaño desde el que accedía a la mesa del quirófano y me pasó unas pinzas. Yo estudiaba medicína y estaba allí de mirón pero Ligero hizo que ocupara su puesto y con paciencia me indicó lo que debía hacer. Amalia entró y abriendo los ojos como platos y la boca como un pozo del que podía salir cualquier cosa se dispuso a gritar como siempre. Ligero la miró y con voz cariñosa le dijo,
-Amalia, estoy ayudando a José Manuel, estudia medicina. Tratelo bien, quien sabe si algún día tendrá que recurrir a sus cuidados. Hágalo por mí.
A Amalia nadie le había hablado de aquella manera. Cerró la boca y relajando su rictus eterno en lo que nos pareció a todos un esbozo de sonrisa, salió del quirófano.
Estuvimos cosiendo al paciente durante una hora más y cuando terminamos salí acompañando a Ligero para informar de su estado a una familia que no tenía. Una mujer muy maquillada de gafas oscuras se levantó y estrechando la mano que el licenciado Ligero le tendía preguntó.
-¿Cómo está Paco?

domingo, 8 de marzo de 2009

RR.HH.

-Señor Tontús, tendrá que explicármelo otra vez, soy incapaz de entenderlo.

-Verá doctor Pómez, es muy sencillo. La ampliación horaria que ha solicitado ha tenido el visto bueno de la dirección médica y será efectiva en cuanto firme este papel, puro formulismo, ya sabe.

-Será un puro formulismo pero quiero volver a repasarlo.

El señor Tontús puso un gesto de irritación y se dispuso a explicar otra vez al doctor Pómez las características del acuerdo.

-Me dice que han accedido a mi solicitud de ampliación horaria. Eso conlleva un aumento de salario por ese concepto. Y para acceder a ese complemento he de renunciar al 60% del mismo. Así trabajaré 40 horas a la semana y cobraré menos de lo que estoy cobrando ahora con 35 horas. Mi ampliación horaria les sale redonda señor Tontús.

-Doctor Pómez no puedo creer lo que estoy oyendo. Todo serán ventajas para usted, si no accede estará perdiendo una gran cantidad de dinero al año. No entiendo que no le interese.

Al doctor Pómez se le estaban hinchando las narices y eso no era bueno.

-Pues sigo sin entenderlo señor Tontús. Y eso que hago esfuerzos. Yo de matemáticas no entiendo, sólo soy un médico, pero las cuentas no me salen.

-Desde luego lo que he visto en este hospital no lo he visto en ninguna parte-dijo el señor Tontús.

El señor Tontús era el flamante director de recursos humanos del hospital, antes conocido como jefe de personal.

-No me extraña señor Tontús. Pasar de jefe de personal de la embotelladora de bebidas Tonta-Cola S.A, a un hospital universitario es un salto cualitativo.

-Doctor Pómez mi trabajo anterior no tiene nada que ver con este ni con lo que estamos discutiendo aquí, faltaría más.

El doctor Pómez ya tenía el apéndice nasal del volúmen de un pestículo de toro.

-Señor Tontús, acaba usted de estrenarse en este hospital. Me dice que lo que ha visto aquí en el breve tiempo en el que ejerce como jefe de personal, huy perdón, de Director de RR.HH., no lo ha visto nunca. Claro, no es lo mismo una planta embotelladora que un centro sanitario y lo entiendo. Los médicos hospitalarios no sabemos de beneficios empresariales. Es normal, no tratamos con botellas. Sin embargo le diré una cosa, aunque esté sorprendido de lo que aquí ve, yo ya he visto varios jefes de personal pasar por este despacho.

El moreno adquirido sin dificultad en múltiples campos de golf por el señor Tontús palideció mientras un rictus desencajaba su falsa sonrisa. Antes de que pudiera responder al doctor Pómez, éste se levantó y salió del despacho.

El doctor Pómez pensó en hacer un canutillo con la propuesta del seños Tontús y remitírselo para que, metiéndoselo convenientemente por un orificio ad-hoc, se pudiera hacer una autocolonoscopia. Pero lo pensó mejor y se limitó a esperar que el tiempo y la incompetencia del señor Tontús pusieran todo en su lugar.

El señor Tontús, sin motivo ni razón, dejó de saludar al doctor Pómez.

El doctor Pómez vivió mejor a partir de entonces. No ampliar su horario le supuso mejorar su vida.

El señor Tontús, después de múltiples enfrentamientos con las personas del hospital, fue reclamado a un puesto de mayor enjundia en otro centro sanitario. Como todos los mandos del hospital cayó hacia arriba contraviniendo las leyes de la gravedad y como era una persona educada se despidió de los médicos del hospital.

Bueno, de casi todos...


Dedicado a Ludwig.