domingo, 22 de febrero de 2009

Moâne.





Es alto y delgado. Sus ojos contienen todos los grises de un día brumoso y una larga melena rubia y rizada reposa sobre sus hombros y su espalda. Es atractivo y lo sabe. También es un problema. Está aquí por eso. Delante de él hay dos personas esperando su turno y desde el mostrador le llegan las miradas de dos jóvenes administrativas. No suele pasar desapercibido y las sonrisas nerviosas del mostrador lo confirman.
Pero está allí para que lo atiendan.

Todo empezó en un vagón de metro. Su mirada se cruzó con la de una joven africana que no le quitaba ojo. Tanto se miraron que él siguió en el vagón a pesar de haber pasado la estación en la que debía apearse. El ensayo podría retrasarse media hora, al fin y al cabo lo necesitaban. Esperaba que ella bajara en alguna estación próxima pero el convoy iba llegando a su final y aquella mujer no se apeaba. Cuando se dio cuenta de lo lejos que había llegado, escribió su número de móvil y una frase en un papel. Al pasar delante de ella para bajar del vagón le dio la nota y salió. Desde el andén, el hilo que unía sus miradas fue haciéndose cada más delgado hasta que se rompió cuando el túnel se tragó al convoy.

Una semana después recibió una llamada de un móvil desconocido. Era ella. En un gracioso acento francés le dijo que quería verlo y él tuvo que hacer un esfuerzo para recordar su francés de escuela pero aquella mujer lo merecía. Quedaron en el centro para tomar algo y se contaron sus vidas hasta que las palabras sobraron.
Al día siguiente le preparó el desayuno, escribió una nota y se dispuso a salir con sigilo del piso. No quería despertarla. Habían dormido poco. Al pasar por la habitación la vio reposar. Su cuerpo relajado descansaba como un paréntesis abierto en la hoja en blanco de la sabana.

Cuando llegó su turno ya se había corrido la voz por el ambulatorio. Las auxiliares iban y venían con excusas peregrinas y de vez en cuando asomaba alguna enfermera desde su consulta mirando hacia el mostrador mientras simulaba atender a algún paciente que esperaba a ser visitado.

-Hola, buenos días, ¿en que puedo ayudarle?.
-Hola. Necesito que me vea un médico. No tengo visita concertada pero necesito que me examinen.
-¿Qué le pasa?
-Pues eso es algo que le diré al médico si me puede visitar hoy.
Las risas nerviosas se trastocaron en interesadas y volvió a insistir.
-Si no me dice lo que le pasa no sabré a que médico dirigirle.
-Verá, tengo una herida y posiblemente deban suturarme.
-¿Y donde tiene la herida?, insistió ella.
El se agachó un poquito y acercándose al mostrador susurró.
-En el frenillo.
-Ah, pues seguramente lo visitará la dentista, espere un momento.
La administrativa se levantó rápidamente y se dirigió a una consulta antes de que él pudiera detener a aquella descerebrada.
-Doctora, doctora tiene usted la visita del día, ¡que bombón!.
-¿Qué te pasa?. Antes de entrar deberías llamar. Menos mal que ahora no estoy visitando a nadie.
-Está para mojar pan, tiene que visitarlo. Dice que tiene una herida en el.., bueno no sé que, pero creo que es de usted.
La enfermera que pasaba consulta con la dentista salió de la habitación y se dirigió al paciente.
-¿Qué te pasa?.
Vaya, pensó él, voy a tener que explicárselo a todo el mundo.
-Ya le he dicho a la administrativa lo que me pasaba pero me temo que se ha equivocado de consulta. La he visto entrar en el despacho de odontología y no creo que sea el especialista adecuado.
Mientras estaba hablando con la enfermera, salió la dentista de la consulta y se acercó a ellos.
Sí, tenían razón, era un bombón.
-Ya puedes pasar a la consulta, ahora no tengo que visitar a nadie.
El quiso decir algo pero la enfermera le cogió cariñosamente del brazo mientras le acompañaba al despacho.
-Sientaté, le dijo la doctora.
Tomó asiento y se relajó.
-¿Qué te pasa?.
La pregunta le empezaba a resultar irritante.
-Pues que se me ha roto el frenillo,-dijo suspirando-he pasado una noche de lujuria con una preciosidad africana y me he roto el frenillo, FRE-NI-LLO, ¿adivina usted que frenillo me he roto?.
-Ah, perdón, había entendido que se trataba de otra cosa. Eso no te lo podemos solucionar aquí y menos yo, claro-decía la dentista mientras su cara iba poniéndose bermeja.
-Bien, y ¿donde tengo que ir?.
-Pues creo que será mejor que vayas a urgencias del hospital.
Se levantó, dio los buenos días y se fue. Tras de sí sonaron sonrisas y salió hacia el hospital.
-Hola, buenos días.
-Hola, ¿que le pasa?- le preguntó sonriente la secretaria de admisiones del servicio de urgencias.

No, pensó, otra vez no. Se dio la vuelta y se fue a casa. Moâne todavía descansaba y cogió el teléfono.
-Hola hijo, contesté. Llamas muy temprano, ¿te pasa algo?.
-Sí, ya sé que es pronto pero es que se me ha roto el frenillo y ya estoy harto de explicárselo a todo el mundo sin que me pongan remedio. ¿Qué hago?.
Le receté una pomada y le recomendé abstinencia durante unos días.
Lo vi a la semana siguiente y le pregunté como se encontraba.

No tiene remedio. Se lo ha vuelto a romper.

domingo, 15 de febrero de 2009

Poto-Poto.





Moisés esperaba impaciente al otro lado de la puerta tras la que se escuchaban los gemidos de su mujer acuclillada en el suelo. También oía las palabras de aliento con las que intentaba consolar sus dolores una comadrona tan vieja y arrugada como la tierra. Hacía horas que esperaba el nacimiento de su primer hijo y estaba agobiado por el calor del mediodía ecuatorial y la incertidumbre del acontecimiento. Nacería su hijo, un pequeño que ya no pasaría por todo lo que él había pasado.

Le debía mucho al licenciado Ligero. Por aquel entonces Ligero ya no ejercía de médico. Se había aposentado como productor de cacao y apartado de la medicina. Sus tierras le daban para vivir bien sin tener que asumir tanta responsabilidad y tan sólo visitaba de compromiso a alguno de los colonos si se lo pedía, pero afortunadamente no le molestaban mucho. Además la enfermedad de su hermano, postrado en cama por una rara afección y a quien cuidaba desde hacía más de diez años lo deprimió alejándolo de los enfermos y sus dolencias. En la colonia había buenos médicos y así no tenía que preocuparse nada más que de su familia, una mujer joven y guapa y de dos pequeños que crecían y jugaban con libertad y alegría.

Moisés era el hijo de una de sus trabajadoras, un muchacho espabilado de ojos grandes y curiosos que siempre demostró una viva inteligencia. Cuando terminó sus estudios secundarios Ligero le había gestionado las becas y ayudas para que Moisés estudiara en la facultad de Derecho en Madrid. Ahora era abogado y tenía un modesto bufete en Malabo. Sus clientes eran pocos pero esperaba que aumentaran con el tiempo.

La frente de Moisés estaba empapada de sudor y se acordó de los inviernos en Madrid, del aire que cortaba su piel africana como una lanza. De los paseos bajo los soportales de la Plaza Mayor con sus compañeros de estudios, riendo, gritando y entrando de bar en bar comiendo todo lo que se le ponía a tiro. Los estudiantes siempre tienen hambre.
Moisés les acompañaba en pocas ocasiones pues su presupuesto era escaso pero cuando salía con ellos disfrutaba como uno más aunque se recogía temprano, había que estudiar y volver cuanto antes a su país donde le esperaba Enoâ, una mujer que parecía una escultura de ébano, de piel suave y bruñida por el roce de sus caricias. Una mujer en la que penetró una tibia noche de otoño tras intercambiar las palabras justas para que ambos supieran que no necesitaban palabras, llenando sus silencios de gemidos y abrazos, de sangre y humedad, de violencia y ternura que con el paso del tiempo se habían convertido en aquel niño que tardaba tanto en nacer y que saldría al mundo como él entro en ella, con violencia, humedad, ternura y sangre en un círculo vital que perpetúa al hombre desde que está sobre la tierra.

Ligero se había ofrecido para atender el parto de la mujer. Su experiencia le había enseñado que las comadronas locales no cumplían los requisitos mínimos de higiene pero Moisés era un bubi y no aceptó el ofrecimiento. Cumpliría con los rituales como había hecho su padre antes con él y el padre de su padre y así durante generaciones. Ligero sabía a qué se refería y esperaba que sus estudios lo hubieran vacunado contra aquellas costumbres que tanta mortalidad provocaban en los recién nacidos.

A Moisés le había podido el sueño y dormitaba cuando lo despertó un último grito que no pudo silenciar el llanto suave de su hijo, tan intenso después que llenó el aire y la luz de la tarde. La anciana salió de la habitación con un niño en su regazo y lo puso en los brazos de su padre. Asomado a la puerta de la cabaña Moisés contempló con espanto que Enoâ yacía rodeada de sangre y líquidos del parto. Estaba exhausta pero sonreía por fin. El cordón umbilical colgaba del abdomen del niño. Moisés salió con el pequeño fuera de la cabaña y agachándose tomó un poco de poto-poto* de la calle que aplicó sobre el ombligo del recién nacido. De nada habían servido sus estudios y su estancia en la península. Las costumbres eran más poderosas que la razón.

Días después el licenciado Ligero acompañó a Moisés y a Enoâ al cementerio. El pequeño murió de tétanos como tantos otros.
El esfuerzo de muchas personas por erradicar la pobreza y la ignorancia se perdía ante aquel pueblo sometido a la dictadura de su cultura.

Con el paso del tiempo fue asomando los dientes otra dictadura aún peor por el horizonte del licenciado Ligero que terminaría marchándose de África sin remedio ni nostalgia.

Pero esa fue otra historia.

*barro.

domingo, 8 de febrero de 2009

Verano.




Empezamos a jugar por la tarde, en la penumbra que difuminaba nuestros cuerpos de niño, haciendo más excitantes y sigilosas las intenciones y los movimientos.

La poco reglamentaria mesa de ping-pong, destartalada por la lluvia, quedó sobre la gravilla del jardín y alguien propuso jugar al escondite. Los lugares más recónditos eran los más buscados, por su misterio y dificultad. Todos queríamos ser el último, salvando así a los demás en una rápida y corta carrera. El que contaba lo hacía muy rápido para no dar tiempo a encontrar el lugar donde escondernos, mientras intentaba espiar con el rabillo del ojo.

El ruido de nuestros pasos quedaba amortiguado por la carretera cercana, al lado de la que se alineaban las torres donde veraneábamos, cerca de la playa.

Ella se había fijado en mí antes que yo. Suele suceder así. Tenía unos ojos claros que siempre me observaban cuando yo giraba la cabeza sin conocer el motivo. Su piel era blanca a pesar de las horas de sol en la playa y una tenue pelusilla rubia se adivinaba en su rostro si la iluminaba un contraluz. No recuerdo su voz pero sí su risa y el desasosiego de sus ojos buscando mi mirada. Aquella tarde no reía, pero su semblante era alegre y enigmático al tiempo.

Cuando empezaron a contar me cogió de la mano y tiró de mí. En la corta carrera hacia el escondite, algo desconocido y dulce desbocó mi corazón y contrajo mi estómago. Se podían oír nuestros latidos pero se confundían con el ruido de nuestras pisadas y nadie los escuchó.

Llegamos por fin al garaje de la casa. Me había soltado la mano y abrió la puerta, más no por ello recobré la tranquilidad. Algo más intuitivo que racional se avecinaba y quería seguir allí, esperando a conocerlo.

La oscuridad era densa y total como nuestra agitada respiración rompiendo el silencio. Un sudor lento nos hacía cosquillas en la frente. Empezamos a movernos sin problemas dentro de la amplia estancia, no necesitábamos luz, nuestro conocimiento del lugar permitía los pasos a tientas hacia el sitio escogido.

Tras tantear el pomo de la puerta de un pequeño aseo, la abrí y nos introdujimos cerrándola a continuación. Quedamos aislados de todo y de todos. Era un lugar en el que pocos pensarían para esconderse por su oscuridad. El olor a humedad era penetrante y turbador al tiempo. Nos separaba una escasa distancia, sentía en la piel de mi cuello el frescor de su respiración y en mis oídos, un corazón acelerado y doliente como el suyo por la opresión del ansia, del tacto deseado.

-Aquí no nos encontrarán -dijo ella, y sus palabras aumentaron el vacío de mí estómago.

-No, aquí no -acerté a decir con una voz que no reconocí mientras mi boca se acercó a su mejilla intentando rozarla con los labios en un deseo que sabía compartido. Era un momento en el que se iba a producir algo oscuro, la primera vez de algo tan nuevo, atrayente y turbador. Pero estaba paralizado.

Pasaron los eternos segundos de la indecisión sin que ninguno de los dos hiciera otra cosa que escuchar sus latidos y esa dulce sensación en el estómago, antecesora siempre de lo más deseado.

No recuerdo el tiempo transcurrido allí dentro, callados, queriendo y temiendo un contacto que no se producía. La sensación era intensa, dolorosa incluso, interminable. Temimos ser descubiertos y de repente sentimos pánico.

La oscuridad y el rumor creciente de los pasos que nos buscaban, deshicieron el momento mágico, desconocido entonces y tantas veces repetido en el tiempo después.

Con la sabiduría de sus doce años me había puesto a prueba, se me había ofrecido conociendo todos los porqués. Su instinto de mujer había funcionado por primera vez.

Mi torpeza como hombre debutó en el anochecer de aquel verano.

domingo, 1 de febrero de 2009

Memoria de África.




Abrió lentamente la puerta de alambre y entró en el gallinero con paso inseguro. El cacareo habitual del recinto se alborotó y las gallinas procuraron huir de los torpes intentos del hombre por atrapar a una para la cena. La agilidad que había perdido con los años la había sustituído por la habilidad de saber anticiparse a los movimientos de aquellas aves asustadas y tras varios intentos consiguió agarrar a una de ellas por el cuello y salió del recinto para sacrificarla.

Llegó a la escalera corrida que rodeaba la casa grande y se acuclilló debajo del porche mientras acomodaba el crujido de sus huesos a los de la madera del peldaño.
El sol buscaba un horizonte donde tenderse y teñía de paso el paisaje y la piel bruna de Teodoro que ahora parecía una arrugada estatua de bronce.

Ligero lo observaba desde su balancín disfrutando de aquella puesta de sol que era igual y distinta a la de cada tarde. Aquel país ecuatorial cambiaba cada día para no cambiar nunca. Hacía poco que el licenciado Ligero había llegado allí desde la península. La posguerra y sus secuelas emponzoñaban un aire demasiado rancio para sus jóvenes pulmones y salió hacia la colonia, una provincia africana lo suficientemente lejana como para que le llegara el hedor de los vencedores.

El anciano sacó un mellado cuchillo del cinto y tras murmurar unas palabras procedió a cortar lentamente el cuello del animal con movimientos de sierra. La gallina no dejaba de cacarear de forma cada vez más escandalosa y Ligero volvió la cabeza molesto por la interrupción.

-Teodoro no hagas sufrir al animal.

Si algo había dejado huella en Ligero era el sufrimiento ajeno. La guerra había sido la facultad en la que aprendió a suturar por primera vez a los diecisiete años, mientras las balas acababan con alguna de las vidas que intentaba reparar. Nada podía más con su ánimo que los gemidos del herido que agonizaba. Después de asistir a múltiples fusilamientos de los vencidos su mente arrastró secuelas que nunca pudo superar.

-No sufre patrón. Ella no grita. Me da las gracias por hacer que se cumpla su destino y de paso se despide de sus hermanas. ¿No las oye, patrón?. Desde el gallinero le dan contentas el último adiós.

Y como si hubieran oído las palabras del anciano, un coro de cluecas elevó sus cacareos sonando como preces desde el gallinero.

-No digas tonterías y mátala rápido. No quiero oírla.

-Si la mato rápido morirá triste por no haberse despedido de su vida. Tenemos que despedirnos de ella, ser agradecidos por lo que nos dio y también por lo que se llevó. Yo también querré vivir mi muerte porque será la única que viva.

-Es la hora de la cena así que acaba con ella o no cenaremos nunca.

Teodoro no sabía lo que significaba la palabra hora. En su lengua no había una palabra igual. Comía cuando tenía hambre y había algo de comer. Dormía cuando tenía sueño. Nunca tuvo que mirar un reloj para saber si había que plantar el ñame o regar la mandioca. Sus hijos nacieron cuando debían y él no tenía hora para morir.

La primera de las lecciones que aprendió Ligero en Guinea fue que el tiempo allí no se dividía en horas, no se alimentaba de segundos ni consumía días. El tiempo era una sensación o un sentimiento como lo podía ser la alegría o la soledad. Era un instante y era eterno. Era la vida pasando por las vidas como un río sin paradas ni fin.

Cuando el licenciado Ligero regresó a la península, recordó el valor del tiempo africano y siempre lo transmitió a sus pacientes. Ninguno se quejó jamás de aquel médico menudo que a todos escuchaba sin importar lo que tardáran en contarle sus cuitas.

Teodoro le había enseñado su primera y más querida lección.

-Prisa mata, patrón.