lunes, 20 de octubre de 2008

La colita.



Había sido un día largo y pesado, era viernes a última hora de la tarde, llevaba muchas horas viendo pacientes y estaba cansado. La última de las personas que estaba citada se retrasaba y eso acentuó mis ganas de terminar de una vez la jornada. La esperaría, no había otro remedio. Según la lista de exploraciones era una paciente muy mayor y las causas de su retraso, en el peor de los casos era que ya no necesitara el examen y en el mejor que se debiera a la edad. Fue ese el motivo de su tardanza.
Tenía muchos años, tantos como los refajos que la cubrían. Haga calor o frío hay personas que siempre llevan la misma cantidad de ropa y sospecho que algunas no se la quitan nunca. Tenía que hacerle una ecografía transvaginal por una revisión ginecológica de rutina y la auxiliar le indicó la ropa que debía quitarse y lo que debía hacer después.
Cuando la anciana salió del vestuario, se había quitado la ropa interior como le habían dicho pero conservaba un cuidado liguero de raso en color salmón con el que sujetaba unas medias tan antiguas como ella. Aquella pieza era algo anacrónica y creo que le habrían dado una fortuna por él en un anticuario textil.
Mientras se dirigía a la camilla me miró con desconfianza a pesar de la cara de póquer que suelo poner delante de los pacientes con la que intento ocultar mis impresiones.
La anciana subió a la camilla y la auxiliar le ayudó a colocar sus piernas en posición ginecológica. Notaba que su desazón iba en aumento y para romper el hielo le pregunté sobre la razón por la que su ginecólogo le había pedido el examen, mientras preparaba el transductor con el que la examinaría a continuación. Abrió los ojos cuando observó aquel cacharro y con un gracioso acento del sur me dijo.
- Ohito con lo que me pone ahí doctor, que por ese bujerillo hase mah de cuarenta año que no ha entrao ni una colita de gamba.
La auxiliar y yo nos miramos intentando contener la sonrisa que nos provocó el comentario, pero somos unos profesionales.

lunes, 13 de octubre de 2008

Desde San Juan de Gaztelugatxe.

Catálogo de soledades.

Tendí mi soledad en el alféizar de la ventana. Un poco de sol le vendría bien. Necesitaba aventarla. Había estado sin aflorar durante tanto tiempo que estaba adquiriendo un aroma rancio y un color desvaído. Al fin y al cabo era mi soledad y había que cuidarla no fuera a enquistarse como un grano o se transformara en un tumor inoperable.
Hay soledades muy suyas que asoman cuando más tranquilo estás. Son las soledades traicioneras. Si no se miman te pueden amargar durante muchos días.
La soledad es un activo poco apreciado, debe ser porque abunda. Pero no hay que confundirse, abunda la soledad en general pero cada uno tiene la suya, personal e intransferible a pesar de que alguna vez alguien intente traspasarte la suya. Debido a que hay tanta existen incluso mercados de soledad en el que algunos incautos la exponen sin decoro intentando atraer al personal. Pero esto es peligroso porque en ese mercado abundan los tiburones caza incautos que al primer atisbo de soledad te atrapan en el anzuelo de su hombro amigo y acabas pagando, literalmente, tu soledad y la suya. Son las soledades más caras que existen. Mucha gente arruina su vida en esos mercados. La contrapartida es que otros hacen su agosto en cualquier época del año en ese mercado, estas soledades abundan tras un episodio luctuoso o de pérdida sentimental. Son momentos propicios para que te asalten y piques su anzuelo.
Si cuidamos de nuestra soledad no querremos compartirla con nadie y nos dará muchas satisfacciones. A la mía le hablo mucho. Le cuento los hechos de mi vida, mis sentimientos, incluso le cuento algo de mis otras soledades. Las más profundas y escondidas. Pero le cuento poco no se vaya a sentir incomoda. Las soledades son muy celosas y a veces muy conflictivas si intuyen que te preocupas por otra soledad que pueda desbancarla.
La soledad es tan fiel como un perro. Es la única que te espera al otro lado del túnel cuando naces y la que te despide cuando entras en último día de tu vida. Porque nacemos y morimos sólos a pesar de la aparente compañía, ruidosa al principio y silenciosa al final. Algunas personas no se dan cuenta de ello y se asustan cuando aparece, como si fuera un fantasma, un fantasma propio que son los que más miedo dan. Suelen ser personas que se abaten cuando aparece en sus vidas pensando que serán muy desgraciadas si no se deshacen de ella. Suelen ser personas solas, pero no lo saben.
Sospecho que en una ocasión una de mis soledades se enamoró de mi. No me abandonaba nunca. Si me despertaba por la noche ella velaba mi sueño. Cuando me levantaba aparecía tras la puerta del armario o dentro de mis zapatillas. Fue una soledad incómoda. A estas soledades, al contrario de lo que pasa con los humanos, si no les haces caso terminan abandonandote. Se las conoce como soledades solas porque todo el mundo les da de lado. Son las soledades más tristes que existen porque no hay nada más duro para una soledad que no tener un humano en el que albergarse. Son soledades postizas que van apareciendo y buscan su lugar pero no saben que hay pocos humanos que quieran tener más de una. En ocasiones estas soledades te engañan induciéndote a compartirlas con otra persona. Ellas no lo saben pero es imposible compartir algo así, sería como compartir una pierna o el bazo.
Y no, no hay transplantes de soledad porque todos los grupos de soledad son incompatibles entre ellos, ni tan siquiera hay transfusiones de soledad, afortunadamente.
No me gustaría una transfusión así, a mis soledades las escojo yo, faltaría más.

miércoles, 8 de octubre de 2008

Sangría.



Sentado en una silla de madera el joven paciente se dejaba extraer sangre para una analítica rutinaria previa a una pequeña intervención. Su piel se había vuelto fría y húmeda anticipando un vahído que no llegaba. Le pregunté si se mareaba y movió la cabeza negativamente. Extraje la aguja y me disponía a realizar una prueba de coagulación que consistía en pinchar con una pequeña lanceta el lóbulo de la oreja y recoger una gota de sangre en un papel secante cada quince segundos hasta que dejara de manar. El joven estaba cada vez peor e insistí en conocer su estado que siguió negando y pinché su oreja que empezó a sangrar. En ese momento se levantó y tras preguntar donde se encontraba el aseo salió disparado hacia él adonde le acompañé siguiendo a la gota de sangre de su oreja. Creí que se disponía a vomitar pero abrió la puerta y se bajó los pantalones sentándose en la taza del vater de donde empezaron a subir ruidos y olores que, por humanos, a todos nos igualan. Y allí estaba yo, impertérrito, como un soldado delante de la garita que no puede abandonar bajo ningún concepto, secando la gota de sangre cada quince segundos, en dos interminables minutos. Acabado el tiempo lo dejé dentro y salí muy serio y circunspecto pasando por delante de la cola de pacientes que esperaba su turno con la estúpida sensación de haber hecho lo correcto mientras me hacía el más firme propósito de que aquello no me volvería a suceder nunca más.