jueves, 25 de septiembre de 2008

Plácido.


Ronda, rejas.


Hay días sin horizonte, días grises y opacos en los que el agua del cielo se funde con la del mar y entre ambos borran la línea que los separa. Esa imagen asomó a la cabeza del licenciado Ligero cuando el nombre de Plácido apareció en su lista de visitas en la consulta del hospital. Asociar la idea de la falta de horizonte con la vida de Plácido era fácil, no había otra opción. La vida de Plácido nunca tuvo opciones.
El licenciado Ligero no sabía nada de Plácido desde hacía años. Cuando lo vio por primera vez se dio cuenta de que su nombre no era el más apropiado y acordándose también de Virtudes la prostituta, una mujer que arruinó sus días persiguiendo a hombres que la harían desgraciada toda su vida, pensó en la paradoja de sus nombres y en como cambia la vida de algunas personas desde que nacen hasta que deciden estropear sus días para siempre.
Plácido tenía catorce años, la mente revuelta, la mirada huraña y una familia rota cuando lo visitó por primera vez. Hablaba poco y sólo en forma de gruñidos monosilábicos. Era un niño pero en el tiempo en que lo trató nunca le vio reír. El licenciado Ligero exploró a Plácido porque se quejaba de un dolor testicular. Cuando lo examinaba se dio cuenta de que tenía un tumor e hizo pasar al padre a la consulta. Le explicó su sospecha y las palabras del padre le entristecieron.
-Pero mi hijo ¿ya no será un hombre?.
La única preocupación de aquel individuo, tan hosco como su hijo, era aquella. Ligero le había explicado que deberían extirparle el testículo, pero él no preguntó por su pronóstico, ni por el dolor del tratamiento o sus complicaciones, tampoco preguntó por su vida, sólo le preocupaba la hombría de su hijo.
El licenciado Ligero me miró mientras rellenaba los papeles para su tratamiento indicándome que agilizara los trámites y cuando padre e hijo salieron de la consulta, los párpados de Ligero intentaban contener su tristeza al ver, ya sin duda, el claro destino del niño.
No se equivocó.
Plácido volvió para una revisión unos meses después del tratamiento acompañado de una funcionaria del centro de acogida donde estaba internado, sus padres lo abandonaron después del diagnóstico, como si lo hubieran dado definitivamente por muerto. Nunca acudieron a las sesiones de radio ni de quimioterapia, siempre estaba sólo y su mutismo era cada vez más denso. Cuando le hacíamos exámenes para conocer su estado nunca aceptó las normas y era de trato cada vez más difícil y ausente.
El licenciado Ligero volvió de sus recuerdos a la hoja de visitas y sonrió tristemente cuando le indicó a la enfermera que lo hiciera pasar. Plácido traía nuevos acompañantes en esta ocasión. Traspasó la puerta de la consulta entre dos policías que lo traían esposado. Plácido ya era un hombre pero conservaba sus rasgos aniñados y el cuerpo menudo. La mirada huidiza que tanto impresionó al licenciado Ligero la primera vez se había serenado y su piel oscura se ocultaba bajo múltiples tatuajes carcelarios.
A Ligero le hubiera gustado haberse equivocado con el destino de Plácido pero era muy mayor para errar. Le preguntó sobre su salud y que había pasado con su vida, sólo contestó a la primera pregunta y se encogió de hombros como respuesta a la segunda. Después de la visita Plácido se levantó y le dio las gracias por haberlo tratado mientras estrechaba su mano con respeto, en un gesto único y último.
Morir no es la mejor opción para un cobarde y yo no lo soy, pensaba Plácido mientras lo trasladaban a la cárcel haciendo planes sobre cual sería la mejor forma de hacerlo. No era difícil en aquel lugar, lo más parecido a un hogar que había tenido nunca. No se hizo preguntas porque no pensaba contestarlas, tan sólo tenía que preparar la jeringa y aquel polvillo que lo liberaría de la cárcel y de su vida.
El licenciado Ligero siempre se acordó de Plácido cuando miraba el mar en los días sin horizonte.